La Jornada Semanal, 26 de septiembre de 1999
Hace dos semanas, aquí mismo, en La Jornada Semanal, se publicó una entrevista que Umberto Galimberti concedió a Marisa Rasconi; en ella, el autor de Psiche e Tecne expone sumariamente los resultados de varios años de reflexión sobre nuestro tiempo. El tratamiento de los asuntos, en particular el de la técnica, parece escribirse en ese mar de discursos que intentan dibujar nuestra fisonomía histórica. Su tono provocativo es evidente, aunque no sé hasta qué punto eficaz, pues prescindir de Marx, en un mundo sin verdaderas alternativas, es ya un lugar común intelectual, reflejo él mismo de esa patética clausura de las imaginación política.
No nos toma, pues, desprevenidos, la idea de que la técnica ocupa hoy espacio central en la condición humana. Sus colosales frutos pueden producir, en efecto, la ilusión de que ella -la técnica, digo- no sólo posee una dinámica propia, sino también de que es un factor determinante para caracterizar una era, sin importar que la técnica pase por ciertas relaciones sociales de dominación.
Cuando Galimberti afirma que la técnica no tiende a ninguna finalidad, ni promueve un sentimiento, ni devela verdad alguna, ni abre escenarios de salvación; que simplemente ``funciona'', nos deja ver que tal asepsia está eludiendo todo vínculo de explotación. Lo que ha sentenciado a muerte al humanismo no es la técnica sino las relaciones sociales que han impulsadoÊsu vertiginoso desarrollo. El humanismo que parió la burguesía nació muerto. Y en este sentido Marx no fue un humanista, sino un crítico de sus espejismos. No es pues la técnica la que, frenética, se afirma a sí misma, sino el poder que se vale de ella, a despecho de que el control escape a menudo de sus manos.
De ser así, no es el capitalismo el que se subordina a la técnica, sino al revés. Es la lógica de la ganancia la que rige sus destinos, aunque algunos fenómenos -como el exterminio promovido por el nazismo- tengan, en apariencia, poco que ver con aquélla. Diría que el gran resorte del acelerado devenir tecnológico ha sido la codicia burguesa, aunque se trate de una hipérbole moral pero que bien expresa la dialéctica irrefrenable de la acumulación capitalista.
Por eso mismo, la ética nos revela su impotencia frente a la técnica. Pues al capital le son indiferentes sus efectos, trátese ya del exterminio judío, ya de ese otro, lento y oscuro, que tiene lugar en cualquier maquiladora. La pretensión de someter la técnica a rigores éticos traduce la ingenua intención de suplicarle al capitalista que ponga fin al impulso que lo mueve, que es el de reproducir una fuerza social que, como un cierzo devastador, arrasa el andamiaje moral de los individuos.
Ciertamente, la devastación trasciende las almas y los cuerpos, esos grandes olvidados que preocupan a Galimberti. Impacta al planeta entero. Pero ¿la catástrofe proviene de la técnica o de ese organismo social que parasita el ingenio humano? El trastocamiento de las causalidades conduce a Galimberti a una falsa positividad: somos más libres hoy que antes. Pero ¿de qué libertad se trata? ¿De la vieja ``libertad'' de la fuerza de trabajo, necesaria para el intercambio esencial de la modernidad que genera la plusvalía? Si, como Galimberti sostiene, en el pasado las opciones se reducían a obediencia o desobediencia, hoy el dominio de una técnica asegura no la libertad sino la condición del liberto, es decir, de quien escoge su propia esclavitud, valga la paradoja. ¿Por qué decir entonces que el saber es liberador si lo que garantiza es la reclusión en la sabia jaula? ¿No es la técnica una alcahueta de la dominación y a la vez una causa de destrucción tanto de los amos como de los libertos, ya que deviene en un caos, cuyo punto más visible es la progresiva expulsión masiva de trabajadores que, a su vez, restringe el apetecible mercado?
Más, a pesar de todo, de la ingenuidad o perversión del discurso galimbertiano, el discutirlo nos salva, por ahora, de ocuparnos de las menudencias democráticas que asfixian nuestras horas.