La Jornada Semanal, 26 de septiembre de 1999
La independencia de la mirada
La época que va desde el final de la Edad Media al Barroco fue sin duda la madre de la modernidad en muchos aspectos. Hoy que el lenguaje ha sido obligado por la ideología del progreso a inventar la ``posmodernidad'', no es inútil revisar algunos elementos que allí surgieron.
El historiador francés Jacques Revel ha definido al siglo XVI como ``un siglo que se ha interrogado apasionadamente sobre la naturaleza y el significado de los lenguajes no verbales y, en particular, de las expresiones corporales''. Uno de los textos más importantes al respecto es Il libro del Cortegiano (1528) de Baltazar Castiglione, donde encontramos una gramática de los buenos modales que relaciona la necesidad nobiliaria de distinguirseÊde las masas con el aprendizaje de una nueva forma de utilizar los gestos y los sentidos. Describiendo las costumbres del pueblo, el libro nos dice que ``la mayoría de las veces la multitud, aunque no lo conozca perfectamente, `percibe' por instinto natural un cierto olor del bien y del mal y, sin saber dar otra razón, el uno gusta y ama y el otro rechaza y odia''. Aquí el gusto y el olfato son considerados como sentidos del pueblo que expresan su experiencia moral y afectiva. Es el indicio de un cambio decisivo hacia la denigración de los sentidos de la proximidad, la definitiva afirmación de la superioridad de la vista y el oído -sentidos de la distancia que no involucran directamente al cuerpo- y la instauración del ojo como órganoÊabsoluto del conocimiento. Es cierto que la vista como sentido más noble tiene una larga historia que se remonta hasta los tiempos de la Grecia antigua, pero la primera tecnología que dio forma al ojo moderno es un legado del Renacimiento: me refiero a la perspectiva. Con ella el tiempo se entrelazó con el espacio en la mirada, porque la profundidad del campo prospectivo alude a un recorrido temporal que la mirada atraviesa junto con el espacio. Para nosotros, este tipo de mirada es natural y asociamos automáticamente el tamaño de los objetos representados con la distancia que tienen respecto al punto de vista. Sin embargo, la mirada lineal de la perspectiva era desconocida para el ojo medieval que, nos lo dice Maurice Merleau-Ponty en El ojo y el espíritu, tenía un campo visual esférico y no estaba enjaulado en un código matemático de lectura. El mundo geometrizado por la perspectiva, transportado a un mapa bidimensional, torna los cuerpos en figuras y, así, la mirada queda aislada como instrumento de conocimiento. Además, el marco prospectivo nos define como individuos que ``espían'' la realidad desde un punto de vista subjetivo ubicado fuera de la escena. Por eso, si Descartes fue el padre del pensamiento descorporeizado y de la identidad definida por la actividad de la mente, Leon Battista Alberti fue el fundador de la distancia entre el ojo de la mente y el cuerpo del mundo, distancia que fue la necesaria premisa al cogito ergo sum de Descartes. La interiorización de la subjetividad en la conciencia es un largo proceso cultural que probablemente empezó con San Agustín; pero hasta el siglo XII no existía el concepto de individuo, que se construyó poco a poco: la perspectiva fue un elemento de esa construcción. Como dijo Marshall McLuhan, ``el pez es la última criatura capaz de entender el agua'' y, dado que hoy somos individuos que nadan con un punto de vista dentro de esa ``invención'', no la sentimos como un artificio sino como algo natural. Sin embargo no es así. Gracias a la escuela historiográfica francesa de Les Annales podemos interpretar la mirada como sujeto histórico que se transforma con el tiempo y cuestionar la dominación de la vista sobre los otros sentidos a todo lo largo de la historia occidental. En su Introduction á la France moderne 1500-1640. Essai de psychologie historique, Robert Mandrou argumenta que en la época moderna ``la jerarquía de los sentidos no era como la actual porque el ojo, que hoy domina, se encontraba en tercer lugar, después del oído y del tacto''. Mandrou concluye que ``por lo menos hasta el siglo XVIII, el tacto fue el sentido principal, que controlaba y confirmaba lo que la vista podía sólo percibir; convalidaba la percepción y daba solidez a las impresiones ofrecidas por los otros sentidos, que no daban la misma seguridad''. Antes de Mandrou, Lucien Febvre, confrontando al hombre de hoy con el del siglo XVI, afirmaba que ``nosotros somos hombres de invernadero, ellos lo eran del aire libre [...] hombres en espacios abiertos, que veían pero también sentían, olfateaban, escuchaban, palpaban, aspiraban a la naturaleza con todos sus sentidos''. El tema es abierto y difícil. Es cierto que la Edad Media prestaba una atención especial al oído y al tacto, y también que cíclicamente la historia ha producido reacciones violentas en contra de la fuerza de las imágenes (piénsese en el episodio bíblico del becerro de oro, en el movimiento iconoclasta de León III en el imperio bizantino del siglo VIII, en la polémica de San Bernardo contra el exceso de imágenes en los monasterios clunicences del siglo XIII, en la Reforma protestante). Sin embargo, desde Platón y Aristóteles, la vista ha provocado el entusiasmo de gran parte de los pensadores -tanto filósofos como religiosos o científicos- y las imágenes han desempeñado un papel fundamental en la difusión de la información (piénsese en la sentencia de Gregorio Magno ``las estatuas son los libros de los iletrados'' o en la función de las pinturas en las iglesias). Quizá sea exagerado decir, con Mandrou, que en la edad moderna el tacto fue el sentido privilegiado; quizá sea cierto que la vista siempre ha sido el pilar de la interacción del hombre con el mundo, pero Marx nos pone en guardia contra las generalizaciones fáciles cuando nos dice que ``la formación de los cinco sentidos es un trabajo realizado por la historia del mundo hasta el presente''.
Hoy, cuando decimos ``ver'' pensamos en un acto independiente de los otros sentidos. No era así en el siglo XVI, cuando los sentidos se encontraban mucho más entrelazados y los hombres ``no habían ligado especialmente los datos de su vista a la necesidad de conocer'' (Febvre). Nosotros hemos olvidado completamente, por ejemplo, el origen etimológico común de ``saber'' y ``saborear''; no reconocemos en la expresión ``tener buen gusto'' una relación con el paladear la comida. En In the vineyard of the text, Ivan Illich ha demostrado que el mismo acto de leer fue hasta el siglo XII una actividad física que involucraba -no sólo simbólicamente- también al oído y al gusto. Podemos concluir que si la vista ha dominado siempre la percepción, el concepto de visión ha cambiado mucho, y con él nuestra manera de mirar. Así las cosas, hay que preguntarse qué tipo de visión tenemos hoy, dado que miramos siempre menos con los ojos y siempre más a través de las tecnologías ópticas que se interponen entre nosotros y el mundo.
La herencia de la cultura griega, la lectura, la perspectiva, las metáforas religiosas de la luz, las grandes arquitecturas mentales para el arte de la memoria, la necesidad de homenajes públicos que tienen las clases altas, son todos elementos que colaboraron a la entronización de la vista en la cultura occidental como el sentido más noble. Pero hay otros dos -y quizá más profundos- motivos para la hegemonía del ojo:
1. En una cultura que ha hecho de la dominación de la naturaleza uno de los ejes de su sobrevivencia; en una cultura que se caracteriza por su agresividad hacia el mundo, la vista es el sentido más adecuado porque, según Hans Blumenberg, ``el ojo puede buscar, el oído puede sólo esperar. Mirar posiciona las cosas, la audición está posicionada''. El pensamiento feminista ha analizado muy en detalle el carácter violento de la mirada. Sobre esto queremos sólo añadir una prueba que el lenguaje común nos ofrece: no se ``hace'' una foto, más bien se ``toma'' una foto, y en inglés la cámara shoot, o sea dispara. Walter Benjamin ha descrito con eficacia la situación detrás de esas palabras, demostrando la falta de cercanía y de contacto que provoca la cultura visual y la tentativa obligada de superar estas faltas a través de la visión misma: ``día tras día es siempre más grande la necesidad de tomar posesión del objeto a través de una imagen y en su reproducción hecha desde la más cercana proximidad''.
2. En la lucha primordial entre los dos conceptos-ejes del pensamiento filosófico -Ser y Devenir- es indudable que la civilización occidental eligió el Ser. Esto significa privilegiar la distancia -así se admite el dualismo analítico y la separación sujeto/objeto- sobre el movimiento, que remite al tiempo del Devenir y a un conocimiento holístico (``Aún los ingredientes de un fármaco, si no se tienen en movimiento se separan'', Heráclito, DK 125). Es obvio, por lo tanto, que la vista haya sido el sentido privilegiado. Según Aristóteles, este sentido opera a través de la inmaterialidad de la luz y deja inalterado al objeto (o Ser) de la observación; es el más cercano al intelecto, un intelecto que ``puede pensar una cosa sólo asimilándola, constituyéndola, transformándola en pensamiento'' (Merleau-Ponty); un intelecto que, en el reino del Devenir, se vería obligado a medir su identidad con los otros sentidos y con el cuerpo en general.
El reino de la mirada
En la vida ordinaria ya no sabemos tener sensaciones que cumplan con nuestras expectativas y una de las mercancías que, en el futuro, tendrá más demanda serán ellas: las sensaciones. Hoy este ``producto'' es todavía clandestino como las drogas o vanguardista como la realidad virtual, pero ya está apareciendo en los anaqueles para las masas en la forma de cine de acción. Comparto esta hipótesis con mucha gente que, al comentar una película, dice: ``no, la película no es nada extraordinario, pero los efectos especiales son increíbles'', o ``vamos a verla, ya sé que es una tontería, pero los efectos valen el boleto''. Todo indica que el nuevo sentido, la nueva esencia del cine son los ``efectos especiales''. Nos envuelven provocando una ebriedad de los sentidos que nos fascina,Êpues rompen las coordenadas espacio-temporales de la existencia que son la gravedad, el equilibrio del cuerpo y la imposibilidad de captar un objeto demasiado rápido. Sin embargo, los efectos no son más que fragmentos muy cortos de una película de dos horas, distribuidos en cuatro o cinco escenas. Aún así, ``valen el boleto''. Puede que así sea, es algo que aquí no vamos a cuestionar. Lo que nos importa es hacer notable la estructura de relación entre el espectador y el cine. En este sentido, entre una película de acción y una película porno hay muy poca diferencia: en ambas situaciones se aceptan como un mero pretexto y una necesidad soportable los inevitables momentos narrativos, pues todoÊtiende hacia la expectativa del clímax, del efecto o de la imagen sexual explícita. Si el cine va en esta dirección, la película porno ha sido, desde el punto de vista estructural, una vanguardia que nos obliga a reconsiderar la relación entre tiempo e imagen.
Es opinión común que la instantaneidad de la fotografía fue rebasada por el cine, que conjunta temporalidad y visión. Sin embargo eso ha sido posible hasta hoy porque el cine ha sido la expresión visual de una cultura literaria tendiente a desaparecer para ceder su espacio a una cultura iconográfica. La cultura literaria es una cultura visual, pero no iconográfica. El icono es una imagen que no refleja la luz, más bien tiene una luz propia que permite a quien lo contemple ingresar a una dimensión trascendental. Además el icono no es una imagen que se descifre temporalmente, sino a través de una ``iluminación''. Esta fuerza de la comunicación iconográfica es probablemente el motivo por el cual las imágenes hoy no se unen al lenguaje, más bien lo sustituyen y se proponen como el escenario del nuevo lenguaje masivo. Se trata de un cambio de época notable para el cual no estamos preparados; un cambio que se puede parangonar con el ocurrido en la Grecia antigua, cuando la filosofía y la escritura provocaron el paso del mito al logos, sustituyendo la conciencia mítica de la poesía homérica con la conciencia racional del pensamiento filosófico. Ahora, con la cultura iconográfica quizá nos estemos acercando otra vez a una forma de conocimiento emocional y participativo. Al entrar a esta nueva cultura, el cine descubre que ha sido una narración construida con imágenes, una traducción visual de las expresiones literarias. En su película Más allá de las nubes, Michelangelo Antonioni hace decir a un protagonista resignado que ``hoy sólo los ojos están de moda''. La dependencia del cine de la cultura literaria le ha permitido ser un puente entre las imágenes y el tiempo narrativo. Ya no es posible un minuto de cámara fija sobre unas gotas que tarkovskianamente caen, porque el ambiente del lenguaje iconográfico es la instantaneidad que provoca la abolición del tiempo literario visual. Paul Virilio nos dice que hemos pasado ``del tiempo extensivo de la historia al tiempo intensivo de una instantaneidad sin historia, permitidoÊpor las tecnologías del momento. Las tecnologías del automóvil, lo audiovisual y lo informático van todas en dirección de la misma restricción, de la misma contracción de su tiempo''. La cultura de la velocidad tiende a producir imágenes sin tiempo, mientras que la cultura de la imagen propone la velocidad como ambiente. En fin... dejemos esta tarea a quien esté todavía interesado en definir diacrónicamente las causas y los efectos. Lo que nos importa aquí es que la percepción siempre es inducida a vivir esa ``historia instantánea'' que sólo las imágenes nos pueden dar, porque todos los sentidos, con excepción de la vista, tienen su espacio en la duración. Además, la imagen mediatizada propone la fascinación como sustituto de la complejidad, y no porque una imagen no pueda ser compleja sino porque su complejidad se descifra o se ignora en la instantaneidad. Entonces, los valores de lo lineal y lo temporal del libro -la coherencia derivada del contexto, la continuidad, la complejidad como espacio de la interpretación- desaparecen, y para una cultura fincada desde hace quinientos años en esos valores, es difícil interpretar y vivir la falta de coherencia, de continuidad y de contexto, porque también nuestra forma de pensar es una resultante histórica y cultural: ``los instrumentos culturales son metáforas y también medios para la experiencia, epistemologías encarnadas, herramientas que no sólo nos informan sino que también definen cómo somos informados'' (R. Romanyshyn). Decir que estamos entrando en una cultura iconográfica no quiere decir que sólo la posmodernidad haya descubierto la visión como sentido privilegiado sino que solamente ahora tenemos los instrumentos para resolver este problema teórico que cruza toda la historia occidental y que es el fundamento práctico de nuestra cultura, porque ``la hegemonía de la visión en la modernidad es históricamente especial, y funciona en una forma muy diferente al aliarse con todas las fuerzas de la tecnología más avanzada. El poder de ver, el poder de volver visible, es el poder de controlar'' (D.M. Levin). Un ejemplo paradigmático es la ecografía que, según Barbara Duden (El cuerpo de la mujer como lugar público), ha expropiado a la mujer su poder sobre la procreación y su relación táctil con el feto para confiar al ojo técnico de la medicina científica el control del embarazo. Eso quiere decir que la vista es hoy el espacio y la estructura cultural dentro de las cuales el hombre describe el mundo e interactúa con él. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué fue lo que permitió que el sentido más noble se convirtiera en un dictador que gobierna la realidad vivida por el hombre? Para contestar esas preguntas hay que seguir el desarrollo de la comunicación. Hasta la invención del telégrafo, la comunicación estaba unida al transporte, no existía mensaje sin mensajero y el mensaje tenía un ``cuerpo'', era algo que se tomaba con la mano, se tocaba, se abría y sólo después se miraba. El telégrafo, escribe Neil Postman, ``eliminó el espacio como inevitable obstáculo al movimiento de la información, y por primera vez la transportación y la comunicación se deslindaron la una de la otra''. Los medios de comunicación han tratado de descorporeizar a la información transformándola en un código descifrado por los instrumentos técnicos que nos entregan el mensaje. En otras palabras, si hasta el principio del siglo XX las nuevas invenciones transportaban físicamente personas y cosas, al final de este siglo los vehículos audiovisuales transportan los actos y la información sin necesidad de un hardware físico. Con estas transformaciones, la ``revolución gráfica'' (D. Boorstin) que empezó a mediados del siglo XIX y permitió a las masas un acceso continuo a los iconos y a los símbolos de nuestra cultura, pudo iniciar un proceso de globalización del lenguaje iconográfico: ``Desde la televisión a los periódicos, desde la publicidad hasta toda la gama de las epifanías mercantiles, nuestra sociedad se caracteriza por un canceroso crecimiento de lo visual, y todo se mide por su habilidad para mostrar o para ser mostrado, transmutando así a la comunicación en una jornada visual'' (Michel de Certeau). Hoy, en los Estados Unidos se toman cuarenta y un millones de fotos al día y es imposible imaginar cómo sería el carnaval de imágenes si Cristo, Mahoma o Buda hubieran vivido en la época de la reproducción fotográfica. En este mundo que hace de la visibilidad el elemento de captación de la verdad, no está de más recordar un fragmento de Heráclito: ``los ojos y los oídos son malos testigos si están en almas bárbaras'' (DK 107).