La Jornada Semanal, 26 de septiembre de 1999
El ir y venir de los trenes de día y de noche, su repentina aparición entre el coro de ventanas de los edificios y su desaparición después de pocos segundos se han convertido en el espectáculo y en la música de fondo de mi estancia en Berlín. Mi departamento está a cincuenta metros del S-Bahn, el tren elevado urbano que pasa por el centro de Berlín a la altura de los segundos pisos, suspendido en una franja intermedia que sólo le pertenece a él y que le permite, rozando muros y balcones, tener una intimidad con la ciudad como ningún otro medio de transporte. Es otra ciudad la que se conoce viajando a media altura. Los edificios, ya no unidos por el suelo, se suceden en un orden más metafísico que real, y todo adquiere, por la supremacía de las fachadas sobre las calles, un carácter estático y como escenográfico, que se acentúa de noche, cuando el S-Bahn, rozando los cuartos encendidos, regala a los pasajeros visiones fugaces de intimidad ajena: una familia sentada a la mesa, alguien mirando la televisión, otro jugando con un perro o leyendo el periódico o haciendo ejercicio. Es probable que algún usuario asiduo del S-Bahn haya visto algo más que eso y me imagino que sorprender una cópula a esa altura y a esa velocidad debe ser como ver la esencia de la cópula, comprender por fin cómo nos ven los dioses. Y no han de faltar, entre los muchos que viven en esos departamentos, algunos que copulan con las cortinas abiertas, tentados por el paso de los vagones e inciertos si mostrarse ante un tren es de verdad mostrarse y si ser vistos en un destello es de verdad ser vistos. Tal vez, secretamente, esperan el día que el S-Bahn, por una avería o lo que sea, aminore su velocidad, desfile despacio frente a sus ventanas e incluso se detenga frente a ellas, exhibiéndolos ante las miradas de todos.
Viajando a contrapelo de la ciudad, apareciendo y desapareciendo entre las construcciones, el S-Bahn tiene algo de aguja que cose un hilo alrededor de Berlín y tal vez su función primigenia cuando se construyó, a fines del siglo pasado, no fue tanto proveer a los berlineses de un nuevo medio de transporte sino crear alrededor de esta ciudad nacida de una agrupación de pueblos, y sentida por lo tanto como un todo inestable, un lazoÊque la cohesionara, una especie de última vuelta de tuerca que dejara todo apretado y en su sitio. Y esa manera suya de insinuarseÊentre los edificios, de untarse a ellos, si es preciso, con tal de sostenerse en su altura y conservar su pequeño privilegio de no depender del suelo, debe de tener un encanto especial para este pueblo tan sensible al buen aprovechamiento del espacio y tan enamorado de las divisiones y de las subdivisiones, de la compartimentación y, a veces, de la miniaturización de la vida. Es más, la sensación de pulcritud y de fina sabiduría de cálculo que produce el paso de un tren elevado en medio del cemento y de las ventanas puede verse como la quintaesencia de esa capacidad de los alemanes de convivir codo a codo sin tocarse; y algo de la impermeabilidad que, mientras están sentados en un café muy concurrido o tomando el sol en un parque o descansando los fines de semana en las minúsculas casitas de sus Kleingrten, les permite ignorar al prójimo y construirse una privacidad en medio metro cuadrado, pueden entenderse mejor mirando esa extraña alfombra voladora que es el S-Bahn berlinés.
Entre mi ventana del primer piso y el paso del S-Bahn se interpone un tilo y, ahora que es abril, el tilo acaba de reverdecer. Como a un enfermo que ha vuelto a la salud, los pájaros lo visitan bulliciosamente, saltando de una rama a otra. Me doy cuenta de que las ramas y el follaje de este árbol no forman un todo continuo, sino estratificado. Está el piso inferior, el más espacioso, formado por las ramas más gruesas y extensas, que es, con mucho, el más frecuentado por los pájaros; luego está el piso intermedio, más angosto, que recibe de ellos sólo visitas esporádicas; y está el piso superior, con sus ramas frágiles y delgadas, que es un páramo abandonado. También en las ciudades la vida bulle en la base y, a medida que escalamos los pisos, se hace esporádica, hasta llegar a esas ventanas y balcones de los pisos más altos que parecen vivir separados del trajín urbano. El S-Bahn, con su modesto esfuerzo de elevación, es un intento de reintegrar esa parte exiliada al bullicio general, mostrando con ello su carácter aglutinante y su anhelo de compenetrarse con la ciudad en su totalidad. De ahí su necesidad de desmentir las calles, de pasar por encima de las interrupciones y crear una ciudad más aérea y continua, donde las ventanas sean las verdaderas protagonistas. Se trata de un método parecido al del cubismo, el mismo impulso de saltarse los nexos lógicos para aprehender de una sola mirada la totalidad de la cosa, su adentro y su afuera. Por eso, tal vez, la verdadera vocación del S-Bahn no sea sólo adherirse a las ventanas sino penetrar en ellas, viajar de pronto muros adentro, explorar el Berlín que no vemos y volver al exterior recorriendo cuartos, alcobas, espejos, gritos de niños y adulterios. Tal vez Berlín reverdecería como un árbol en abril. Después de haber sido por tantos años la ciudad del Muro, la ciudad irrecorrible, se convertiría en la primera ciudad cubista de la historia, la primera en abrirse a todas las miradas y a todos los puntos de vista.
Ahora que ha reverdecido, el tilo me tapa la visibilidad, pero puedo distinguir el sonido del S-Bahn del de los otros trenes, los de largo recorrido, que vienen de lejos, ahí donde el S-Bahn, más ligero, no se aventura; trenes que llegan como exhaustos y cruzan frente a mi ventana con la solemnidad de barcos que entran en un puerto, con un sonido grave de tarea cumplida, de músculo que se relaja. En cambio el S-Bahn, con su color rojo y amarillo que destella entre las hojas del tilo, cruza con el sonido agudo, quejoso y materno de los seres atribulados. No viene de lejos ni va lejos; tiene el sonido de la cercanía, de las tareas urgentes y un poco monótonas, del rebaño alacre pero triste. He escrito durante un año a la sombra de ese sonido, frente a la misma ventana, y he visto un tren por cada frase no escrita. Ahora que me voy, me llevo ese sonido de Berlín y me gustaría que se oyera en cada una de mis frases. Y con la misma soltura y elevación del S-Bahn me gustaría que lo que escribo viajara en medio del cemento de la lengua.
En el año de 1808 Carlos IV y su hijo Fernando protagonizaron uno de los episodios más bochornosos que hayan quedado registrados en las reales memorias de la historia de España. Mientras que el primero concentraba sus poco clarividentes energías en la caza y la horticultura, entre otras cosas quizá para olvidarse un rato del peso estruendoso de los cuernos que llevaba en la cabeza (pues en todo el reino eran conocidos los amoríos que su esposa María Luisa de Parma mantenía con el valido Godoy), el príncipe de Asturias tejía y enmarañaba con asombrosa impericia y publicidad confabulaciones secretas que le permitiesen acceder al poder y buscarse una mujer a la altura de sus mayestáticas ambiciones. Carlos IV, probablemente en contra de su propia voluntad, descubrió, por así decir, los aviesos planes de Fernando, y este descubrimiento se tradujo en una tibia charla hombre a hombre que acabó con una lacrimógena confesión por parte del príncipe, en la que naturalmente se incluían todo tipo de delaciones. El rey volvió a sus aves de presa, acacias y purasangres, y Fernando, tras enjugarse las lágrimas de cocodrilo con los perfumes de un suave pañuelo, ayudó de inmediato a organizar en Aranjuez una ligera algarada popular que tendría las siguientes consecuencias: la ocupación de Madrid por parte del general Murat y el ejército francés, cuya presencia había sido invocada por el propio Carlos IV, ahora sí, después del motín, verdaderamente asustado; la abdicación forzosa de éste en favor de su hijo, que se convertía así en el rey Fernando VII; y, lo que ya cobraba tintes de tragicomedia de tres al cuarto, en virtud de una orden dada por Napoleón: la ``devolución'' de la corona a Carlos IV, quien, expatriado en Bayona junto con su familia, se la ``cedía'' al emperador de los franceses, quien, a su vez, se la ``obsequiaba'', con inmejorable tino histórico, a José Bonaparte, mejor conocido como Pepe Botella.
El pueblo madrileño estuvo muy por encima de sus gobernantes. Dos cuadros de Goya que se exhiben en el Museo del Prado, y una larga serie de grabados, dan estremecedora cuenta pictórica del desastre y terror, de la rabia y coraje que las personas que estaban en Madrid el 2 y el 3 de mayo de 1808, poco tiempo después de los acontecimientos arriba referidos, tuvieron que padecer en carne y hueso. Pese a que todavía se discuten las verdaderas razones por las que los ciudadanos se despojaron de sus atuendos pacíficos, vistiéndose en cambio con las ropas bélicas de aquel legendario personaje al que los madrileños deben su apodo de ``gatos'' (anónimo escalador cristiano que en el siglo XI trepaba como un felino por las murallas para liberar a la ciudad del dominio moro), el hecho es que hubo ya no una turbamulta gritona y pendenciera, como en cierto modo había ocurrido en Aranjuez, sino una insurrección en toda regla que marcaba el inicio de una lucha de liberación patriótica. Manipulada o no por la aristocracia y el clero, independientemente de las hambrunas y los problemas económicos, la población lisa y llana veía en el destierro de la familia real y en la ocupación extranjera un insulto intolerable a la integridad territorial española y a la amistosa confianza que hasta entonces se le había otorgado a Francia, y veía en el exilio fernandino algo mucho peor, algo que analizado a la luz de nuestros ojos modernos podría resultar incomprensible: considerado una víctima, deseado más que nunca por los madrileños y el resto de los españoles, el ``rapto'' de Fernando VII dejó tras de sí un sentimiento de orfandad y vacío, una sensación de que la madre patria, por decirlo en términos pacianos, había sido rajada con alevoso ánimo violador francés.
Al parecer todo comenzó por un incidente relacionado con una carroza. La mañana de ese 2 de mayo Madrid se levantó con una mezcla de miedo y furia. Corrió la voz de que los miembros de la familia real que aún no habían abandonado la urbe, entre ellos el infante Francisco, eran conducidos casi a punta de bayoneta fuera de Palacio. La idea del ejército ocupante era hacerlos subir a los coches que aguardaban en la explanada, para luego conducirlos a Francia, donde se unirían a los borbones destronados. El suceso, al ser conocido en toda la Villa y Corte, destapó no la caja de Pandora sino la de los truenos. Desde distintas casas, calles y callejones, la multitud empezó a congregarse en un torrente bullicioso que fluía y confluía frente a la fachada suntuosa del Palacio Real, por sus alrededores, delante de la Casa del Tesoro y el Convento de San Gil. (Poco tiempo después, Pepe Botella mandaría derruir estas dos últimas construcciones para tender en su lugar, vaya ironía de la historia, un espacio hoy considerado españolísimo, la Plaza de Oriente, aunque en realidad esta inmensa antesala del teatro de la ópera, vaya ironía de los puntos cardinales, se sitúe en el poniente de la ciudad.) Varios hombres armados con cuchillos se acercaron a los caballos. Plantaron cara a los guardias de las escoltas que enristraron sus fusiles, mostrando el brillo de sus aceros puntiagudos. Pero los gatos no se dejaron arredrar, antes al contrario, caminaron con paso firme sobre un amasijo de uniformes marciales, y luego cortaron las correas que enganchaban a las bestias con los carruajes, preocupándoles principalmente liberar a los prisioneros de la carroza donde, se podía deducir por el sonido de un llanto infantil, habían metido al niño Francisco. Entonces reverberó en el cielo el eco de una fuerte descarga. Y de otras más. Hasta que del fondo de las resonancias cada vez menos intermitentes emergió el fragor continuado de las explosiones de la fusilería francesa.
Madrid entero se sublevó. La gente, al enterarse de que los franceses disparaban al pueblo, se concentró sediciosamente en Puerta del Sol. Hacia allá se dirigió la columna de Murat, avanzando por la Calle Mayor. Una auténtica guerra. Desde los balcones y ventanas, los madrileños lanzaban sobre el enemigo todo lo que tenían a mano: sillas, ladrillos, platos, macetas, cajas fuertes y, según se cuenta, un clavicordio. Pero el ejército francés era poderoso y disciplinado, y respondía a esta arrojadiza muestra de rebeldía ciudadana, y aun a la que se manifestaba en la calle por medio de navajas y una que otra pistola, con certeras andanadas de plomo. Contaba además con el apoyo logístico de un cuerpo de caballería integrado por feroces mercenarios mamelucos, que al cargar en Sol contra la indefensa muchedumbre madrileña decidieron fácil y finalmente el desigual combate -si bien a lo largo de la jornada algunos españoles como Malasaña, su hija Manuela, Daoiz, Velarde y Ruiz aún opondrían alguna resistencia heroica-, dramático momento histórico que ha quedado captado para siempre en una de las pinturas de Goya antes mencionadas, mientras que Los fusilamientos del 3 de mayo y los grabados testimonian la extraordinaria crueldad con que las patrullas de los vencedores ajusticiarían sumariamente a cualquier madrileño que se cruzara por su camino, acallando durante varios días los tradicionales pregones matinales de una ciudad divertida y bullanguera que ahora cambiaba la luz de sus galas por la negrura y el silencio del luto, sólo quebrantado por el temible resonar de los cascos de las cabalgaduras.
El sitio idóneo para preguntarse de qué sirvieron tanto sufrimiento y ajetreo de cuchillas y pólvora, piensa Mélisa Drovet, una chica de Burdeos afecta a la historia de España que domina a la perfección el castellano, es precisamente la Plaza del Dos de Mayo, también conocida como Plaza de Malasaña, el lugar donde se atrincheraron los héroes madrileños que resistieron la embestida de las tropas francesas. En el centro de este deleitoso rincón apartado de las rutas turísticas habituales se ha conservado, a manera de discreto arco de triunfo, lo que fuera la puerta del cuartel de artillería. En la esquina sureste de la plaza hay un bar que no aparece consignado en las guías: nada más y nada menos que el ``Pepe Botella''.
El interior es acogedor y penumbroso, y la cerveza espumosa y refrescante, una conjunción casi providencial que invita a replantearse el asunto ese de los puñales, el reguero de pólvora y el sentido de la historia. Dadas la incompetencia y tibieza de los reyes Carlos IV y Fernando VII, y la voluntad antojadiza de Napoleón, quizá la explicación más inmediata para entender la tristeza y el desamparo en los que Madrid vivió sumido esos días, sea la urgencia por parte del emperador francés de satisfacer uno más de sus caprichos de poder colocando a su hermano en el trono español. Un personaje, José I, que pese a serios esfuerzos políticos y a reformas urbanísticas de envergadura, jamás llegó a granjearse el favor de la población gata. También es posible que haya otras explicaciones. O que en realidad no las haya. En todo caso, piensa Mélisa Drovet, el pariente de Napoleón ha legado a la posteridad un apodo inolvidable, y ese mote ha servido para ponerle nombre a un bar, y en ese bar se puede pensar en Pepe Botella y en muchas cosas más.