La Jornada Semanal, 26 de septiembre de 1999



Patrick Modiano (1945) publica su primera novela, La place de l'étoile, en 1968 y obtiene, diez años después, el Premio Goncourt por Rue des boutiques obscures. En México, su novela Los bulevares periféricos (1972) fue publicada en español por Alfaguara y reimpresaÊpor Conaculta en 1992. Su libro más reciente es Des inconnues (Gallimard, 1999). En este ensayo nos dice que la cámara ideal no es la ligera sino la invisible, que sea capaz de filmarlo todo, hasta la vida.

Soñé con una cámara invisible

A los dieciséis años soñé, como muchos más, con una cámara ligera e incluso invisible que permitiría filmar las calles de París, tanto en el día como en la noche, y que captaría los rostros y las palabras de los transeúntes, y los seguiría en sus aventuras cotidianas sin que ellos se dieran cuenta. La película que veía proyectarse en la pantalla habría sido a la vez una película de ficción y un documental: historias de desconocidos que se desarrollan con una luz natural.

El término ``toma'' ya no habría tenido sentido. La cámara habría sido tan ligera que no se habría sentido su peso en el hombro y se habría apoderado de las miradas, las sonrisas, el movimiento de las hojas y de las nubes, sin congelarlos en la película -una película tan sensible, que simplemente se habría dejado impregnar de la vida.

En la época en que soñaba con esta cámara mágica, pasaban en los cines exclusivos de los Champs-Elysées y de los Grands Boulevards -o en salas más secretas como les Agriculteurs- las primeras películas de la Nouvelle Vague. En dos o tres de ellas había percibido claramente la voluntad de abandonar los estudios por la calle y la luz natural, y el deseo de alcanzar ese punto magnético en el que el documental y la ficción se confunden. Otros cineastas, como Rossellini y, aún más lejos en el tiempo, Jean Vigo, habían logrado, cada uno a su manera, ese misterioso equilibrio.

Los de la Nouvelle Vague disponían -al parecer- de una ventaja sobre sus mayores: las cámaras eran más ligeras, las películas más sensibles. Los avances técnicos facilitaban las cosas. Pero finalmente comprendí que todo eso no era más que una ilusión.

Nunca existiría una cámara ligera, salvo la que uno mismo tiene que improvisar cada vez. Después de cuarenta años, uno se da cuenta de que la Cameflex que utilizaba Godard en Sin aliento no era tan ligera como se creería, pues su motor hacía ruido e impedía que se grabara el sonido directo. Y como la película de cine no era tan sensible como uno se imagina, Godard y Coutard recurrieron a una película de fotografía para filmar las secuencias nocturnas. De todas maneras, mucho antes que ellos, Jean Vigo y Max Ophuls habían conseguido volver ligera y fluida, mediante quién sabe qué prodigio, una cámara aún más pesada.

Al ver L'Atalante o Les contrebandiers de Moonfleet, me decía también que la cámara -pesada o ligera- no sólo estaba hecha para captar la vida cotidiana o la luz natural, sino también para volver sensibles las olas de sueños que se desprenden de los objetos más usuales: una lancha, un fonógrafo, un tatuaje, una playa inglesa...

Pero cuántos esfuerzos, energía y sangre fría para vencer todas las leyes de la gravedad ligadas al arte cinematográfico... No tardé en darme cuenta de que, desgraciadamente, la cámara nunca podría tener la ligereza de la pluma. Cada imagen que me conmovía en una película al darme la sensación de la fragilidad, de lo efímero y de lo natural -esas imágenes que nos hacen decir: sí, la vida es así- había sido el resultado de una improvisación técnica, porque los instrumentos de que disponemos eran insuficientes. Cada vez se había tenido que construir, con objetos de aquí y de allá, un nuevo Stradivarius para tocar una nueva partitura. Y con frecuencia había sido necesario defenderse del productor; resolver, como Orson Welles, una súbita falta de dinero improvisando una secuencia en un baño turco,Êo, como Rossellini, filmar con recortes de película, o esperar la toma número treinta y cinco para conseguir finalmente captar a la niña radiante que era Marilyn Monroe. Y si, por milagro, se lograba terminar la película, se desfiguraba a tijeretazos, sin recibir aviso, como le sucedió a Stroheim, a Vigo, a Welles o a Ophuls... En definitiva, si se consideraba como un arte, el cine había sido a veces muy desesperante y cruel para los artistas. ``Es como tratar de escribir La guerra y la paz en un carrito chocón'', decía Stanley Kubrick.

Yo sabía que la vida no había tratado con miramientos a Baudelaire y a Flaubert, pero los procuradores del tribunal correccional en el que habían comparecido por faltas a la moral pública no lograron, en absoluto, mutilar sus obras. Y se habían evitado, al menos, una preocupación: la de encontrar un productor y la de persuadir, por ejemplo, a la señora Boucicaut de financiar Las flores del mal y Madame Bovary.

¿Qué es lo que hace decidir a ciertas personas, cuando están en la encrucijada del cine y de la literatura, tomar un camino en vez del otro? Godard confesó que a los veinte años quiso escribir una novela. Había escrito la primera frase, pero nunca llegó la segunda.

Hay que decir que la pluma no es tan ligera como parece a primera vista. También puede pesar toneladas, y a veces se necesita toda una vida para tratar de hacer que una pluma se vuelva tan leve como el sueño de una cámara ligera.

Tomado de Libération
Traducción de Luis Zapata