Ť La mala acústica del Palacio de los Deportes demeritó el sonido de la banda
El de Yes, un concierto entre sí y no
Pablo Espinosa Ť Yes pero no.
La noche del lunes 25 de mayo de 1998, una de las grandes instituciones de la cultura rock, el grupo británico Yes, hizo por vez primera su música en México, luego de tres décadas de inscribir con letras de sonido capítulos trascendentales en los anales de los clásicos.
La noche del viernes 24 de septiembre de 1999, una de las bandas más veneradas de la corriente del rock progresivo, la agrupación inglesa Yes, hizo por segunda vez su música en México, luego de grabar un disco enésimo con el que intenta recuperar la fama y la gloria que les correspondió en, ay, otros ayeres.
La comparación entre ambos desempeños yésicos es lastimosamente contrastante. A saber, oír y ver: el disco que dio pie a la gira de hace un año, Open your eyes, tiene una consistencia que no lograron con el disco y gira actuales: The Ladder.
Dos. Hace 16 meses estos músicos británicos hicieron apoteosis en el Auditorio Nacional, coso de acústica excelente. En cambio, ahora el Palacio de los Deportes, ese cosote al parecer sin remedio, no se llenó (apenas un poco más de la mitad del aforo) y por causa de un problema que no han resuelto quienes llevan años haciendo negocio con los megachonchiconciertos en México ųmalas condiciones acústicasų tiró a la basura los sonidos en el mismo momento que salían de las bocinas. Sonorización pésima, la grandiosidad, finura, balance inteligentérrimo, calidad elevadísima del sonido Yes se convirtió en una masa informe.
Tres. Estructurado este segundo concierto mexicano de los yeses con base en el contenido del nuevo disco, todo se fue por la borda, pues aplatane y tedio fueron distintivos, y no era posible escuchar un sonido mínimamente coherente con la delicadeza de estructura de la música yésica, que no equivale necesariamente a volumen, sino a calidad de modulaciones.
Empero, la grandeza de las ideas musicales yesenias halló acomodo en segmentos brillantísimos de gloria de una música gloriosa. Si antes los yesenianos habían salpimentado el menú nocturno entre rolas del nuevo disco y algunas reconocibles por la masa que asistía a una misa, hacia el final de la velada imprimieron tremendo print (los yeses) con un atisbo para las complacencias: Owner of a lonely heart, que dada la pastosa mala acústica no terminó de prender a nadie, hasta que alguien de entre ellos tuvo a bien decidirse por un segmento amplio de esa obra maestra titulada Close to the Edge. He ahí al gran Yes. Yeees.
Lucieron entonces los afanes sinfónicos de una banda de cultura musical tan vasta como los océanos de sonidos verde claro, lila y rosa que nos inundaron, desde la obertura rock-sinfónica con los teclados del ruso Igor Korochev interpretando una obra rusa por antonomasia: La gran puerta del Kiev, pasaje final de una célebre partitura de pinturas mussorgskiana, hasta la franja final del concierto, con los teclados sonando cual órgano de Olivier Messiaen en pleno Notre Dame y los oleajes voltaicos brucknerianos con la bataca óptima del blanco y alado Alan White, el bajo serpenteante de Chris Squire, la voz de duende de Jon Anderson y las guitarras hermosas del más viejito de entre estos abuelitos de la epidermis, pero jovencísimos del alma: el maestro Steve Howe y sus lindas guitarras, señoritas muy a gusto que lloran gentilmente.
Un concierto, empero, a medias, entre azul y medias noches, entre melón y melanina, entre el ying y el yang, entre el sí y el no. Y en medio de los laberintos dialécticos, el rock progresivo como un dios.
Sí, pero Yes.