hace años, era usual referirse a las sociedades desarrolladas como formaciones económicas dependientes de su capacidad de desperdicio. Era este gasto, superfluo, se decía, el que aseguraba su reproducción como economías capitalistas articuladas por la ganancia máxima y la competencia por los mercados. Hasta aquí, en abuso de la memoria y el esquema, lo que se proponía.
Sin duda, el desperdicio se mantiene y ahora es más fácil identificarlo en el tremendo costo energético y sobre la atmósfera que acompaña el desenvolvimiento exitoso de esas sociedades. Sin embargo, este consumo excesivo se da la mano con las maravillas de la técnica que también caracterizan su avance sobre el mundo.
Nada hay en el horizonte que permita prever un pronto final de este estilo de vida y desarrollo, aunque el costo energético mayúsculo y el daño sistemático a la biodiversidad y la atmósfera obliguen a pensar en escenarios oscuros. Más bien, lo que vivimos hoy es una nueva celebración del triunfo de Occidente, esta vez asociado sin ambages a la victoria de la sociedad capitalista sobre cualquiera de las alternativas que en el siglo que termina se le quisieron poner enfrente. Este es, nos guste o no, el horizonte mundial y es ante él que deben tejerse los caminos y las opciones del porvenir, sabiendo que ese tipo de consumo y lujo no sólo está lejos sino es, en lo esencial, irrepetible.
Una condición obligada pensar el mundo como un mapa de opciones asequibles, es el reconocimiento de las coordenadas en torno a las cuales se forja la convivencia social. Una de ellas es, y en nuestro caso con fuerza creciente, la coordenada de la política. Sin recurrir a ella, puede decirse, no parece haber para nosotros porvenir alguno.
Y es ahí, en la política, donde por desgracia tenemos que registrar algunos de nuestros mayores déficit. Es en ellos, además, que se deshace una y otra vez lo poco que se ha logrado en estos duros tiempos de cambio económico y político a marchas forzadas.
Como si se tratase de imitar por la peor de las vías la costumbre inventada en el capitalismo desarrollado, ahora nos esforzamos en una carrera rápida del desperdicio de lo que menos tenemos y de lo que más requerimos: de la política y de la cultura, con sus capacidades regeneradoras del esfuerzo y la acción colectivos.
Dos vertientes básicas de la situación actual ofrecen algunos de los más grotescos y destructivos ejemplos de este frenesí de la dilapidación política. En primer término están la UNAM y la vorágine de irracionalidad a la que la han metido los demenciales cálculos de unos supuestos revolucionarios, que gozan de cabal e impune salud gracias a la debilidad orgánica mayúscula de la institución, pero también gracias a la enorme confusión política que nubla las decisiones del poder y de quienes se presentan hoy como aspirantes a detentarlo mañana, después de las elecciones de julio.
Por más de cinco meses, la sociedad política nacional, en particular sus cúpulas, han dejado de lado lo sustantivo del conflicto, que es la universidad misma como casa de cultura y producción de conocimiento, para darse a los más ridículos juegos de ingenio. De esto no podía sino resultar un colapso institucional que ahora permite a muchos proponer sin más la "necesaria" sustitución de la UNAM.
Los últimos días han puesto de manifiesto con crueldad inaudita lo anterior. La casa máxima de la cultura y el estudio nacional, es atropellada por algunos de sus miembros, se apoderan de sus espacios activistas que poco o nada tienen que ver con los asuntos universitarios, y unos payasos se atreven a descalificar de la peor manera las mociones de salida propuestas por un grupo de académicos sobresalientes por su obra y su hombría de bien. Desperdicio puro y duro, que va directamente contra la política democrática y sus promesas de buen gobierno y bien común, y en particular contra quienes, dentro y fuera del campos, profesan ideas progresistas y de justicia social: lo que ocurre en la universidad va contra el progreso y niega cualquier posibilidad de arribar a un mínimo de justicia mediante el recurso educativo.
De otra parte, tenemos a la política misma, la que debía hacerse y no se hace en los foros deliberativos del sistema democrático. En el Congreso y los partidos, más que política se hace mercadotecnia silvestre, mientras se alardea del gasto de recursos sin tomar siquiera nota de la penuria general que aqueja a la sociedad y al propio fisco.
Escogimos la peor de las rutas para acercarnos al ansiado primer mundo: echar a perder, malgastar y tirar por la borda lo que menos tenemos: capacidad de pensar y conocer sistemáticamente, como lo permite y exige la enseñanza superior, así como la búsqueda de acuerdos fundamentales, como lo ofrece y propicia el diálogo democrático. Monos, pero sin gramática. *