La Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social nos reúne en Varsovia para la celebración de su VI Congreso Europeo. En rigor, no estaba demasiado obligado a venir, dado el carácter regional del congreso, pero la convocatoria paralela a la reunión del Comité Ejecutivo de la Sociedad de la que formo parte como vicepresidente en representación de los países de América del Norte, y siendo muy reciente mi elección, me motivó un poquito. Además, resulta grato estar en Varsovia, una ciudad que descubro bella, de amplias avenidas, grandes parques y un cierto ambiente bohemio que me recuerda los buenos tiempos de nuestra Zona Rosa. Y me falta todo por conocer.
Los temas, elegidos siempre de actualidad, son atractivos: el diálogo social a cargo del polaco Michal Sewerynski y del belga Roger Blanpain, seguramente el próximo presidente de la Sociedad; empleo asalariado y autoempleo (notable contradicción de terminología, ya que el empleo debe suponer una relación), con el francés Alain Supiot y el inglés Paul Davies; una mesa redonda coordinada magníficamente por mi fraternal amigo (y, además, sevillano) Antonio Ojeda Avilés, y para el cierre, el tema controvertido de la reforma de los sistemas europeos de seguridad social que desarrollaron Igor Tomes y Berndt Schulte.
Temas todos de fuerte discusión, de opiniones encontradas en los que obviamente participé. Sobre todo en relación con las reformas a los sistemas de seguridad social de tan evidente influencia chilena. Como es nuestro caso.
En el aire una sensación, que no es nueva, de que el derecho del trabajo navega en aguas turbulentas.
No debe extrañarnos, y así lo dije hoy en una breve intervención. Porque su impulso inicial, más allá de nuestro artículo 123, se produce categóricamente en el Tratado de Paz de Versalles, en 1919. Los triunfadores y los vencidos quisieron poner un fondo al avance del socialismo (Rusia, 1917) e inventaron el Estado de Bienestar y la Organización Internacional del Trabajo.
Hasta 1973, gracias a la Guerra Fría, los países capitalistas mantuvieron la política de Estado de Bienestar como contención del socialismo. Pero la crisis de 1973 y las figuras de Thatcher y Reagan, aunadas a las huelgas fracasadas de los mineros ingleses y de los controladores de tránsito aéreo de los Estados Unidos, propiciaron una terrible ofensiva contra el Derecho del Trabajo. La caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, acabó con las últimas defensas.
Hoy, el Derecho del Trabajo sufre de flexibilizaciones, rebaja de los salarios, pérdida de fuerza de los sindicatos, proliferación de los contratos temporales o de tiempo parcial y, por si fuera poco, la aparición de empresas suministradoras de servicios (out-sourcing), empresas de mano de obra que generan empresas sin trabajadores propios y todo tipo de mecanismos que, a veces, saben a fraude. Pero se trata de ahorrar y no pagar impuestos, ni cuotas de seguridad social, ni participar en las utilidades.
El socialismo, como estructura económica estatal, aparentemente va de salida. El capitalismo, con su nuevo (¡ni tan nuevo!) neoliberalismo se ostenta vencedor. Pero...
Pero surge y ya de manera evidente, el nuevo enemigo. Como no hay salarios o no son suficientes, el mercado languidece. La pobreza se extiende por el mundo. Y la nueva revolución social, hoy casi individual, se manifiesta de manera notable en el incontenible aumento de la delincuencia y de la inseguridad ciudadana.
A lo mejor los plenipotenciarios del mundo se tendrán que reunir de nuevo en Versalles y aprobar la Declaración del Empleo y una organización paralela a la OIT, que la ponga en juego.
No hay que perder la esperanza de que nuestro Derecho del Trabajo vuelva a vivir épocas de esplendor. Aunque hoy parezca imposible.