Todos los que hasta ahora (tirios y troyanos) han visitado la retrospectiva de Francisco Castro Leñero Espacio en construcción 1979-1999, espléndidamente museografiada en la sala superior del Museo Carrillo Gil, han quedado deslumbrados con la lectura que se dio a la exposición, con la gran mayoría de las obras y con el rigor que en todas sus fases, desde la matérica a la actual, desarrolla este pintor. Su continua práctica como docente en dibujo, en la ENAP, parece determinar las buenas dosis de concepto vertidas en lo que hace, sobre todo desde 1992.
No sólo las pinturas han llamado la atención, muchos han destacado los dibujos (varias acuarelas y gouaches) que, o bien trasladan al papel la idea prima de la que parten algunas obras o se constituyen en trabajos conclusivos. Hace pocos años diríamos que Francisco se ubicaría en la main stream; hoy día parece ser que él mismo no concede (teóricamente) posibilidades de que la pintura siga manteniéndose como uno de los principalísimos medios plásticos; pero su obra desmiente eso y me parece que ese decir suyo, no otros, debe matizarse con sumo cuidado.
Paloma Porraz fue curadora de la exposición, vigente hasta noviembre. Ella entendió bien la preocupación del pintor por las superficies y las estructuras, mismas que se aprecian en dos obras más, no exhibidas allí, de reciente factura: Pentimenti, que tiene cierto aire velazqueño referido al color y que me parece una pieza de primer nivel, y Las musas ausentes que se exhibe en la muestra Punto cardinal con la que el MACO (Oaxaca) rinde homenaje a Rufino Tamayo mediante una colectiva que se pretendió girase en torno de Las músicas dormidas (1950), cuadro predilecto de un número considerable de artistas en el contexto de la trayectoria tamayesca. La exposición de Francisco Castro Leñero corre, durante cierto tiempo, paralela con la de Eduardo Abaroa, que junto con Abraham Cruzvillegas ha cursado estudios universitarios y se tituló en la UNAM. Como otros artistas de su generación, Abaroa es diestro en semiótica y cultiva los vocabularios de la globalización sin descuidar la identidad nacional, sea para afirmarla o para cuestionarla. Francisco Castro Leñero, su opuesto en cuanto a propuestas plásticas, dirigió su tesis y fungió como sinodal en su examen. Eso prueba su capacidad de intelección y de asimilación hacia lo que sus propios discípulos proponen.
Abaroa es un artista inteligente, sin duda, que ha logrado proyectarse en espacios fuera de México y ahora es recipiendario de la beca Fullbright-García Robles. No puedo decir que me fascine su exposición (como sí ocurre con la de Francisco), pero la encuentro interesante, irónica, por momentos alegre, bien urdida y sin descuidos en cuanto al montaje de sus propias instalaciones.
Dentro de lo que hace es un profesional y eso merece un elogio, por más que el profesionalismo, por si sólo es algo que debiera darse por consabido si se trata de una muestra llevada a cabo en el prestigiado Museo Carrillo Gil, que acoge Engendros del ocio y de la hipocresía. Abaroa utiliza un ''eclecticismo ordenado" para generar parodias irónicas que, en algunos casos, son incluso alegóricas siempre autorreflexivas, dirigidas a contravenir o cuestionar la jerarquía regularizada de los valores culturales.
Su quehacer, por tanto, como se presenta está en el extremo opuesto de lo que ofrece la de Francisco Castro Leñero. La curaduría de esta muestra, vigente hasta el 7 de noviembre, se debe a Patrick Charpenel, autor del siguiente párrafo: ''En los diversos trabajos de Abaroa (esculturas, objetos, intervenciones en lugares específicos) descubrimos imágenes familiares formalmente extraídas de la civilización ųes decir, del mundo de la alta culturaų del universo de los productos comerciales o de los símbolos de la red". Así, su ''decir" o su status ontológico (término de Charpenel un poco exagerado, a mi juicio) procura poner en evidencia la arbitrariedad, quizá el desencanto y desde mi punto de vista también la no complacencia con esa mirada del espectador que busca la belleza o si se quiere la estética de los productos.
No es que la visión estética esté ausente de éstos, ni siquiera está ausente la persecución de una estética por el artista, pero se trata de algo que pone en primer término su propia transitoriedad. Y eso, me parece, se vincula con algo que llamaría ''cinismo crítico asumido", opción no muy alta en mi escala axiológica.
Lo mejor del asunto es que desde el pasado 30 de agosto, el visitante del Carrillo Gil puede iniciar su trayecto con la estupenda colección de pinturas y dibujos de José Clemente Orozco, perteneciente a ese acervo. Tres visiones contrastantes del arte mexicano del siglo XX.
Pero Orozco de momento es demasiado tema. Se cumplen este año 50 de su muerte, cosa en la que sólo la Revista Equis (a través mío) ha reparado.