Curiosa palabra esa que parece un padre dicho en femenino, un parto convertido en suelo (piso asfaltado, tierra a flor de tierra o cubierta de humus fértil y llena de microbios). Es un término que evoca un mapa lleno de instituciones, banderas, cervecerías, panteones, casetas de peaje, hospitales y, sobre todo, casas y calles: un territorio para convivir con odontólogos, maestras, curas y delincuentes, funcionarios y arquitectas, niñas que se llaman Lupe o Melissa o Clara, niños bien y niños de la calle, niños genio y niños Down, señoras burguesas clavadas en los años cincuenta (sólo el modelo del automóvil las ancla en el presente), sobrevivientes de las crisis con la ropa hecha garras y santos patronos de sí mismos.
Es una palabra que hace pensar en un pedazo de mundo donde se aglomeran las fábricas, los museos, los restaurantes, los desiertos y los postes de luz vestidos o desnudos de propaganda, esquinas de los primeros noviazgos, tiendas paradisíacas y prohibitivas, callejones de los asaltos, campos que no caben en la memoria de nadie.
La Patria siempre es el mejor de los mundos posibles. Incluso cuando no existe, como les ha pasado a los palestinos, el simple deseo y plan de una Patria es mejor que nada. Aunque no esté asociada a un territorio, como ocurre entre los gitanos, para quienes la Patria es una familia en movimiento, tan indispensable e irrenunciable como la comida y el aire. Por más que se encuentre en crisis económica, azotada por la delincuencia y los fraudes, contaminada y endeudada, incluso en guerra, hasta cuando acaba de ser arrasada por las bombas o se ha reducido a un recuerdo doloroso de exilio, la Patria es una referencia necesaria para encauzar la vida de casi toda la gente.
Cada día es menos suave; impecable y diamantina no lo es casi nunca, salvo en la imagen que guardamos de ella en el corazón y que sale en torrentes antiguos por la garganta de un poeta difunto y entrañable.
En muchas circunstancias amargas se convocó a fallecer en nombre de la Patria. Aquellos sacrificios tal vez eran necesarios para construir el mundo agridulce que hoy padecemos y disfrutamos. Tal vez no. Acaso se habrían logrado países semejantes a las que hoy tenemos sin tanta matazón. En todo caso, en las postrimerías del siglo parece claro que ninguna Patria debiera ser el cementerio prematuro de sus hijos e hijas, sino una máquina para vivir, un pulmón que le ayude a nuestros pulmones, una muleta para sobrellevar la angustia, red para no morir en las caídas del alma, del páncreas o del bolsillo: una aglomeración más o menos coherente de gente y piedras, nubes y bancos, animales y autopistas, follaje y mar, en el que cada quien tenga su sitio, y que le dure, de preferencia, toda su vida.