La Jornada Semanal, 12 de septiembre de 1999
A pesar de que Jorge Luis Borges se ha convertido, desde hace muchos años, en una referencia obligada para explicar cómo funciona la ficción en el imaginario literario de nuestro tiempo y en un ejemplo para ilustrar las estrategias del escritor moderno, nadie como él escapa a las banalidades, biográficas o textuales, de la dudosa cultura de nuestro fin de siglo.
Lo curioso o, mejor dicho, lo cautivador de la existencia real y de la vida literaria de Borges es que no responde a los lugares comunes de los mitos románticos, a los que es tan afecta una buena parte de los escritores contemporáneos (Eduardo Lizalde satirizó esos desplantes ``feroces'' en el poema ``Nueva defensa de la corbata'', allí dice: ``Sube al estrado el sesentón poeta beat./ con su uniforme de mezclilla ajado con buen arte''). Jorge Luis Borges no atravesó el mundo como una piedra rodante ni le rindió culto a una forma de paraíso artificial, no obstante que era un insomne y consideró, seriamente, la posibilidad del suicidio en el hotel Las Delicias en el año de 1944. Tampoco sobreestimó el poder de los sentimientos o de las metáforas -salvo en aquel periodo ultraísta, del cual abdicó más o menos rápido con un mohín desencantado y burlón. Una sobriedad contradictoria, obsesiva, parece dominar tanto su vida como su obra. En Borges: una biografía literaria (Fondo de Cultura Económica, Col. Tierra Firme, México, 1987), el desaparecido y gran crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) nos deja comprender, en contra de todos nuestros prejuicios -una mezcla de robinsonadas y freudismo- cómo alguien que nunca abandonó el seno del universo familiar y aceptó el camino trazado por el padre y la madre, vivió una de las vidas más plenas de la literatura de nuestra lengua y, probablemente, de muchas de las del mundo contemporáneo. Para aproximarse a Borges es necesario deshacerse de las fórmulas, decimonónicas y sesenteras, del hombre natural o del escritor salvaje. Rodríguez Monegal nos revela la manera como se decidió el destino excepcional de Borges. Desde antes de su nacimiento, algo extraordinario y a propósito estaba ya en curso. La genealogía propiciaba no sólo el orgullo sino la necesidad de memoria. Los ascendientes de Borges ``Éfueron hombres -dice Rodríguez Monegal- que lucharon por la independencia de Argentina y que tomaron parte en las guerras civiles de ambos lados de Río de la Plata''. Borges nació el octavo mes de 1899, a los ocho meses de gestación. En ese momento recibió de la voz de su padre una exclamación fundadora: ``Está salvado. Tiene tus ojos.'' El padre, Jorge Guillermo Borges, temía que su primogénito heredara un mal atávico (seis generaciones con el mismo problema) de la familia paterna: la ceguera. Por ello, se alegró -desconociendo el hecho de que el color zarco del iris es frecuente en los recién nacidos- de que su hijo tuviera los ojos azules, como los de su madre, Leonor Acevedo Haedo. A partir de este extraño nombramiento en las aguas lustrales de una profecía al revés, quizá la oposición esencial de la vida de Borges quedó fijada, si ``no hay lástima en el hado'' -como él mismo dijo-, en favor de un defecto que en la mayor parte de los hombres hubiese significado una negación y en él cobró el significado de la libertad de fundar un mito y, sobre todo, el derecho a vivir dentro de él. Tiene un sentido anacrónico y paradójico que mientras el movimiento principal de la literatura de nuestro tiempo avanzaba hacia la superchería de las emociones fuertes y hacia la escenificación paródica de toda clase de valores, así como hacia la destrucción de las imágenes más caras y profundas de nuestra cultura, Borges recuperara con una moderación casi chocante ese legado y le infundiera nueva energía. Sin ingenuidad y con un fatalismo escéptico, Borges toma la crítica del nihilismo asumiendo de una manera extrema su parsimonioso idealismo pagano y privilegiando, en sus reflexiones, un simbolismo filosófico y poético. Tanto en los libros como en la vida real de Borges todo parece aludir a un centro original, situado en un más allá, difícil de conseguir, pero inteligible. La inteligibilidad juega el papel de llave maestra en la obra de Borges. La dificultad y, al mismo tiempo, la facilidad de entendimiento de sus libros estriba en la acción de ese ingrediente. De ahí que el mito que pone en marcha tenga menos que ver con experiencias sobrenaturales o religiosas o simplemente fantasiosas, que con un proceso de comprensión del mundo y sus imágenes. Desde su niñez, la inteligibilidad tuvo para Borges una forma inmediata y sensible: la biblioteca de su padre. El propio Borges al hablar de sí mismo, para su autobiografía, dice: ``Si se me pidiera elegir el acontecimiento principal en mi vida, eligiría la biblioteca de mi padre.'' A propósito de la importancia de este espacio Rodríguez Monegal explica: ``Pasó la mayor parte de su infancia en la biblioteca y, al convertirse en adulto, los recuerdos de esa biblioteca asumieron proporciones épicas.'' Se ha dicho que la biblioteca en Borges guarda una relación directa con el laberinto. Quizá también se podría decir que ese espacio originario y familiar prefigura, al mismo tiempo, el cielo inteligente de los arquetipos, donde la diversidad del mundo halla reposo y esencia. Desde este recinto más elemental que sagrado, Borges se opondrá a la rabia del filosofar a martillazos, a las simplificaciones del materialismo dialéctico y a los acongojamientos del romanticismo. Con un ``corazón retrógrado'' -como dijo Ramón López Velarde-, Borges le dará un sentido realmente insospechado a una dilatada inteligencia ``reaccionaria''.