Jordi Soler
La mujer que decía bon jour

Aquel vestido que André Breton le puso a una niña para recibir a los asistentes de alguna de sus exposiciones era blanco y de primera comunión. La niña decía bon jour, porque esto sucedía en París, y a continuación recitaba con lujo de ademanes e inflexiones uno de los poemas obscenos que había memorizado. Los asistentes quedaban tres veces sorprendidos: por el vestido, por los poemas y porque todo esto sucedía en el baño de hombres, a un lado de los mingitorios.

Los vestidos de primera comunión son como la mitad de los de quince años y como la cuarta parte de los de novia, hablando de los tamaños, claro. No estaría mal poner aquí a una modista tirando sus cinta métrica desde el hombro hasta los talones de una señorita. En un momento de lucidez, cuando está comprobando el centimetraje que se ha juntado a la altura de la rodilla, le dice: ``A ti no puedo hacerte un vestido, retírate por favor''. La señorita, que es de origen francés, reclama que su abuela fue una de las niñas que decía bon jour antes de recitar para los invitados de Breton, con un vestido tan blanco como ése que no quiere confeccionarle.

``Hay de blancos a blancos'', le dice la modista antes de echarla de la tienda, y justamente cuando la está echando, grita: ``Además, aquello era un mingitorio parisiense y aquí estás en la calle República de Chile, en el Centro de la ciudad de México''.

A estas alturas puede parecer extraño que una modista del Centro sepa los detalles de aquella celebración surrealista, pero la verdad no lo es tanto: en una de sus visitas a México, Breton le compró varios vestidos de primera comunión a esta modista para disfrazar a la novia que traía desde París, con la intención de que recitara poemas obscenos en el baño del pintor Diego Rivera. Aquella novia, no hay ni que escribirlo, era la abuela de esta novia que ahora camina por República de Chile viendo los aparadores.

Esta historia tiene un hueco generacional grave: lo último que se conoce de la abuela fue su inflamada recitación en el baño y de la madre no hay más evidencia que esta mujer que observa los aparadores y que ahora entra en otra tienda con la intención de comprar un vestido hecho. Observa con atención los modelos del aparador, muy sencillos, muy rococós, con demasiado velo o cola, puestos en maniquíes de pasta descoloridos, con cara de susto; tetones, piernudos y justamente aquí llega a uno que la sorprende: un maniquí sin brazos. ``Esta tienda es de bajo presupuesto, no tienen ni para reparar un maniquí'', piensa y en el acto se sale. Se mete a otra. Medio minuto de observar el aparador le basta: vestidos zancones o muy largos o con mucha crinolina y desde luego nada a la altura de la nieta de aquella mujer que viajaba con Breton recitando en cuanto baño se les atravesaba y en eso: otro maniquí sin brazos con el vestido que modela bien ajustado en los hombros.

Los maniquíes sin brazos empiezan a parecerle un mal común en esta calle del Centro. ``Quizá los venden así porque salen más baratos'', piensa mientras se mete a otra tienda y descubre, en la parte central del aparador, tres maniquíes de novia sin brazos. No se ha dado cuenta que al fondo, frente a un espejo grande, una modista le toma medidas a una novia sin brazos. Tampoco ha visto que en la tienda de enfrente otra novia sin brazos contempla los maniquíes sin brazos del aparador.

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