MIENTRAS EL PAIS va de sorpresa en sorpresa, queda más o menos claro que atravesamos una época de cambios con mucha turbulencia. Los viejos mapas de la política ya no funcionan, lo cual ya se sabía desde hace algunos años, pero tampoco hay una nueva elaboración. El quinto Informe del presidente Ernesto Zedillo y la respuesta del diputado Carlos Medina son una muestra de que prácticamente han generado, si no una nueva crisis política, sí un realineamiento general de las fuerzas y las posiciones.
Durante estos días y las semanas siguientes, viviremos la primera fase de precampañas, que antes el PRI hacía a puerta cerrada, mientras que en la oposición eran de bajo perfil. La novedad es que hoy esos procesos se han abierto y estamos en un momento que adelantó los tiempos políticos. El PRI experimenta un proceso interno nuevo, que cada día le resulta más incómodo; y la oposición busca una alianza de la que diariamente hay noticias positivas y, al mismo tiempo, signos desalentadores.
La acumulación de conflictos se alarga de manera desesperante, como la militarización en Chiapas y el paro en la UNAM. Esperar que en los informes presidenciales se hable de los temas importantes es lo menos que se puede pedir; sin embargo, el informe llegó y la sociedad mexicana se quedó en las mismas.
La operación de consagrar la figura presidencial, vértice del poder durante décadas, se reproducía en los informes de gobierno. Eran días de fiesta para los presidentes, a quienes el Congreso se dedicaba a escuchar y aplaudir. Esa forma se rompe en 1988, durante el sexto Informe de Miguel de la Madrid, a raíz de la fractura en el PRI y el fraude electoral, y desde entonces se convirtió en una oportunidad para interpelar al primer mandatario.
En 1997, con una Cámara de Diputados sin mayoría, se estrenan los gobiernos divididos en México, se mantiene el ritual, pero el tono cambia porque la oposición empieza a contestar los informes. En este quinto Informe el ritual se enfrenta a una situación de agravios acumulados, una sociedad lastimada por la crisis económica y la inseguridad pública, factores propicios para un mensaje político que, por lo menos, reconociera los problemas.
Desde el comienzo, la administración del presidente Zedillo ha sido muy predecible, en el sentido de establecer de forma clara su juego y las fichas que está dispuesto a mover (el modelo económico); las otras (la vida política) ni siquiera entran en el repertorio. Por ello no se esperaba ninguna sorpresa, simplemente un reconocimiento del país real. En su lugar, se hizo un discurso de cuentas alegres y de amplios silencios, en donde fue más importante lo que no dijo. En el país de Zedillo hay logros importantes en educación, salud, política social; hay estabilidad y recuperación económica, un régimen democrático y un gobierno tolerante; el único punto débil es la inseguridad, pero pronto también habrá resultados, según dijo.
La crítica radical vino de Acción Nacional, del partido que ha negociado con el gobierno federal algunos de sus principales proyectos, como el Fobaproa, es decir, vino de la oposición más moderada. La respuesta de Carlos Medina Plascencia fue la del otro país: el Ejecutivo ha incumplido desde la comunicación con el Congreso de la Unión, hasta el bienestar; uno a uno se hicieron los cuestionamientos sobre el crecimiento de la pobreza, la falta de modernización del sistema educativo, el problema indígena, la violencia y la inseguridad, la debilidad en la aplicación del estado de derecho, la impunidad y la inequidad electoral.
En Zedillo sorprende la incapacidad extrema para no tratar los grandes problemas; en el PAN, su radicalización inesperada. El problema menor es el escándalo en el Congreso y las rabietas de intolerancia del priísmo, que tampoco son una novedad. El mayor problema para el gobierno es que la sociedad parece reconocerse más en la visión crítica que en la color de rosa del Presidente. De cualquier forma, cada uno hizo lo que tenía que hacer y no debe ser motivo de preocupación que existan diferencias, críticas y debate: así es la democracia.
Seguramente la polarización seguirá creciendo y la pregunta es si nuestras instituciones podrán contener ese río revuelto para cruzar el 2000 y empezar el nuevo siglo con más certidumbre y futuro. *