La educación es camino hacia la liberación y el desarrollo de los seres humanos y de los pueblos. Es requisito indispensable para hacer productivo el trabajo, medio privilegiado de movilidad social, puerta a la información, al conocimiento y a la historia individual y colectiva que afirma la identidad, el ser propio.
Por ello, fortalecer al sistema educativo es la inversión más noble, rentable y estratégica que el Estado y la sociedad pueden hacer. Invertir en la formación de las nuevas generaciones, en el capital humano, es concurrir a la riqueza social y nos coloca en la senda de un desarrollo humanista, democrático, sustentable.
Parece el consenso más evidente: en prácticamente todo espacio se coincide --lo mismo en una charla familiar que en un seminario de académicos; en los medios de comunicación o en las reuniones de gabinetes especializados--: la educación es, a un tiempo, el principal problema del país y su esperanza más grande.
En el mensaje del Presidente de la República durante la ceremonia de entrega de su quinto Informe de Gobierno, la primera coordenada fue la educación. A grandes trazos --el recuento detallado se encuentra en el Informe y sus anexos-- subrayó la altísima prioridad educativa: el gobierno invierte en esta materia 25 centavos de cada peso que gasta; nueve de cada diez niños entre los seis y los 14 años de edad estudian la primaria, y más del 90 por ciento de los mexicanos de 15 años ya la completaron; más de 5 millones 260 mil jóvenes están actualmente en la secundaria; más de 2 millones 800 mil mexicanos cursan educación media superior; 2 millones de alumnos están inscritos en tecnológicos y universidades.
Pero el mensaje es inequívoco también en la centralidad que reconoce al magisterio y al esfuerzo para fortalecer y actualizar sus conocimientos.
En materia de educación, hay que multiplicar los espacios para que los maestros e investigadores, la autoridad educativa, los padres de familia, los alumnos, las organizaciones sociales y empresariales, y todas las personalidades comprometidas con el fenómeno educativo, discutamos con sentido de urgencia sobre avances y pendientes; problemas, retos y posibilidades, con una visión estratégica y una clara visión de futuro.
Hay que avanzar firme y pronto sobre la calidad y la pertinencia de la educación. Sobre los contenidos y los recursos. Sobre el imperativo de fortalecer los valores cívicos: la tolerancia, el respeto a la dignidad humana, al medio ambiente y a los derechos humanos, pero también a la diversidad étnica, cultural, religiosa, sexual, el amor a la patria (hay un vínculo indisoluble entre educación, cultura política y democracia). Pero no de menor importancia es avanzar en la creación, en unos casos, y el fortalecimiento en otros, de una verdadera cultura de la calidad y la productividad. Este fin de siglo es momento propicio para el recuento, la evaluación y la prospectiva.
Se ha dicho con razón que lo que falta a nuestra incipiente democracia son demócratas. Es evidente el déficit de cultura democrática en muchos actores de la vida pública (en el propio recinto parlamentario se repitieron el día primero pasado escenas que evidencian la precariedad de nuestra cultura democrática). Acompañar al nuevo tiempo político --de equilibrio de Poderes, de responsabilidades compartidas, de asomo democrático-- con un esfuerzo inédito en el terreno educativo, será no sólo la mejor sino la única fórmula eficaz de sustentar en bases firmes un proyecto de nación para el siglo XXI.
Sólo así podrá aclimatarse en nuestro suelo una pedagogía democrática que nos prevenga y nos permita dejar atrás las viejas intolerancias, las inercias autoritarias, los amagos violentos que en nada ayudan a apuntalar el ejercicio de la política; el diálogo entre los diferentes, la consolidación de la transición democrática.