La Jornada Semanal, 5 de septiembre de 1999


Juan Villoro


DOMINGO BREVE


El camaleón,
sus problemas de paisaje

La fotografía popularizó con tal eficacia el paisaje portátil que, aun en la era del fax, Internet y la telefonía celular, seguimos esperando tarjetas postales. A las dos de la tarde el cartero desliza bajo tu puerta una rebanada de Guanajuato o Nueva York: cielos lapislázuli, calles recorridas por autos fuera de época, edificios honestamente retocados. Cuando llega por correo, la ciudad adquiere vanidad de principiante; exagera sus veranos, dora sus campanarios, ofrece nubes de algodón. Las postales cautivan por su inocultable artificio, por la forma, casi desesperada, en que sus escenarios buscan disfrazarse de sí mismos; como las ``supercopias'' de Stanislav Lem, se parecen demasiado a sus modelos. De ahí su trucado encanto.

Las fotografías de ciudades, así sean las de la prensa, que aspiran a documentar lo real, parten de una convención significativa: cada imagen supone una vastedad que la rodea; lo que vemos es la condensación de un territorio que jamás cabrá en el lente. La ciudad carece de paisaje entero; las cámaras captan trozos que operan como ideogramas: la torre emblemática es París;Êla calle con zapatos abandonados, Sarajevo.

Entre los consejos que Walter Benjamin da al paseante urbano, ninguno supera al de perderse. Para el autor de París, capital del siglo XIX, el extravío es algo que requiere de aprendizaje. Contra los mapas y la línea recta, el genuino explorador busca rumbos secretos. Benjamin no vivió lo suficiente para conocer las aglomeraciones donde la desorientación no es un estado de gracia del visitante intrépido sino el hábito más común de sus moradores. Hoy en día no hay forma de recorrer Sao Paulo, Tokio, Calcuta, Los Angeles o México, D.F. sin perderse. Incluso los taxistas más inveterados se sorprenden de hallarse en sitios donde la ciudad increíblemente sigue existiendo o donde ha cambiado a tal grado que es ya irreconocible. Entender una macrópolis significa, en el mejor de los casos, lograr una reducción simbólica, a la manera de las tarjetas postales: el puente significa ``Brooklyn'' y el basurero fluvial, ``Xochimilco''.

Al rebasar cierto límite, las calles y los hombres se vuelven demasiados, la ciudad diluye sus demarcaciones, los puntos de referencia se apartan o desaparecen, la idea de ``centro'' pierde su fuerza, el tráfico asume la condición de travesía oceánica y el tiempo se vuelve más valioso que el espacio. Por las noches, los agotados metronautas sueñan en urbes del futuro donde sólo los profesionales atravesarán las calles, una utopía transitada por mensajeros, ambulancias y repartidores de pizzas.

La macrópolis es, entre otras cosas, un sitio para apurarse. Sólo los descastados pueden recargarse en un poste a ver la tarde o distraerse escupiendo durante horas en una alcantarilla. El ciudadano en funciones es enemigo del tiempo.

En esta idolatría del presente que amenaza con retrasarse, ¿cómo se custodia el pasado? Los monumentos son la forma más obvia de establecer un contacto con la historia de las ciudades. Sin embargo, su efecto cívico es limitado. Como muy poca gente está dispuesta a leer placas conmemorativas, la estatua ecuestre, el prócer de bronce o el abstracto monolito tienen una escala que, si no siempre es hermosa, por lo menos es insoslayable. Los monumentos nacen con el ampuloso fin de consolidar la identidad o el heroísmo de la nación, pero se convierten demasiado pronto en señales de tránsito. El ángel dorado y el elefante de yeso aluden a cargas de infantería y edictos ejemplares, pero el presuroso ciudadano sólo recuerda que ahí debe dar la vuelta. Y hay lugares donde ni siquieraÊlas estatuas están quietas. Entre sus muchos asombros, el Distrito Federal brinda el de los monumentos móviles, como el Caballito, que ya ocupa la tercera casilla de su ajedrez provisional, y la Diana Cazadora, que suele mudar su residencia en Paseo de la Reforma.

La estatuaria mexicana es el arte de alzar una mazorca de treinta metros para recordar la creación del hombre según las cosmogonías prehispánicas. Sin embargo, esta intención de fijar el pasado se eclipsa desde el discurso inaugural. ``No hay nada en el mundo más invisible que un monumento'', afirmó Robert Musil. Sólo se concentran en ellos quienes les descubren otros usos: los niños advierten que, vista de costado, la espada del héroe representa un pene descomunal y los borrachos depositan botellas vacías en la mano de mármol que promulga la independencia.

Los espacios cívicos banalizan la memoria porque nos acostumbran a su presencia. La Afrenta Vengada o la Derrota Inolvidable se convierten en trozos de ciudad donde vuelan las palomas. En palabras de Musil: ``no hay duda de que los monumentos son colocados para ser vistos y aun para llamar la atención, pero también parecen impregnados de algo contrario a la atención [...] No es difícil explicar por qué. Todo lo permanente pierde su fuerza expresiva''.

Al envolver el Reichstag en Berlín o el Pont Neuf en París, el escultor Christo buscó, justamente, las opciones novedosas de la costumbre: lo de siempre como escultura efímera.

Quizá la única forma de contener una urbe sea empacarla por entero. Mientras tanto, la ciudad-camaleón se mimetiza en otra y otra, se viste de paisajes sucesivos que ocultan su modelo original, aquello que una vez decidió imitar. En su furor especular, avanza copiando su reflejo.