La Jornada Semanal, dia de enero de 1999
Para Luigi Amara el mundo acecha, invisible y sordo, sobre las paredes de su habitación. En su primer libro, El cazador de grietas, Amara traza el espacio providencial para el viajero inmóvil: ``Al centro del poema hay una estancia./ Y allí corre el silencio/ como una gota clara/ que avanza en el papel.// Se aprecia el aire muerto,/ cuatro muros desnudos,/ ni una forma que enturbie/ la indolencia del suelo.''
El desvestimiento es la clave de esta poética: Amara vive a la caza de lo que sólo existe como contigüidad. No se trata de explorar unas grietas visibles sino de aguardar su aparición. Para enfrentar el abismo blanco (la pared, la hoja de papel, la desnudez, la muerte), el cazador espera la aparición de una hendidura, una falla en el horizonte inalterable de todo devenir. Al personaje que habita estos poemas lo entusiasman las superficies en calma, espejo de un mundo en el que las cosas ``que pasan'' se repiten hasta la inmovilidad. El asombro acecha en las apariciones más nimias: una araña que como estrella fugaz atraviesa el firmamento blanquísimo del techo; el cadáver de un insecto al caer sobre la extensión impecable del agua.
La quietud que atisba Luigi Amara se aloja en ``el estanque del ánimo''. Y las mudanzas que apenas quiebran esa quietud propiciatoria sólo confirman la supremacía del silencio. En este libro el silencio gana cuerpo y volumen hasta convertirse en la fina materia sobre la que tiembla la música del mundo. Los versos de Amara resuenan en los significados, por eso en sus poemas el ritmo y la melodía se subordinan al sentido: no la palabra que rellena una línea sonora sino, como quería Richard Aldington, ``la palabra que apuñala con una imagen de belleza, disgusto o abatimiento...''.
En su más reciente título, Ora la pluma, Fernando Fernández se revela como un orgulloso descendiente de Ramón López Velarde, ``el padre soltero de la literatura mexicana'' (Gutiérrez Vega dixit). El hecho de que un poeta de apenas treinta y cinco años asuma de manera tan abierta la herencia de un poeta que murió hace más de ocho décadas a la edad de treinta y tres, resulta particularmente significativo. López Velarde es el primero entre nosotros en llevar a la poesía el idioma de la conversación; para lograrlo se vale de un recurso cardinal del modernismo último (notorio en el Lugones de Lunario sentimental): el enfrentamiento del lenguaje coloquial de las ciudades con un lenguaje ``literario'' enteramente personal. En algunos poemas de Zozobra el poeta se muestra dueño de un habla que combina con maestría lo cotidiano y lo inusitado, la gracia y la ironía. Entre los poetas mexicanos, tan propensos a construir discursos aparatosos, muy pocos han hecho acopio de las enseñanzas velardianas: Novo, Lizalde, Pellicer, Zaid, Sabines, Deniz y, entre los más jóvenes, Fernando Fernández.
Ora la pluma se inserta en una vertiente que a la elocuencia retórica le opone una voz desengañada y burlona. Alejado de cualquier designio edificante, su autor inventa un habla tartamuda que mezcla el sentimentalismo y el sarcasmo, la melancolía y la levedad. La fuerza de este lenguaje descansa en la unión de las discordias. Con Julio Torri, Fernández descubre que la melancolía es el color complementario de la ironía. Desde esta convicción alcanza momentos de luminosa mordacidad: ``No era fea Eloína./ De su cuerpo/ sin tornear, tronco ajeno al ejercicio/ manaba un aureolado/ desdén, y una belleza desasida/ -concepto de erotismo/ hecho de posesión inalcanzable o postergada.''
En su afán de resistir a la servidumbre del tiempo, Fernández se acoge a una estética de la desaparición: lo vivido se disuelve en la virtualidad del futuro y el pospretérito (habrá y habría), o en un ``hubiera'' que multiplica los desenlaces de las experiencias más entrañables. Esta gramática combina las palabras de cada día, y sin embargo con cada nueva frase nos convence de que nadie habla así. Fernández trabaja desde abajo del idioma: propone una lengua que arraiga en lo cotidiano para luego crecer hacia lo intermitente, lo discontinuo, pero también hacia lo conjetural y lo azaroso. Los dos epígrafes de Garcilaso empleados en el libro revelan el sedimento barroco que nutre la sintaxis de este joven poeta -un sedimento que en la poesía de nuestra lengua ha sido siempre el punto de partida para romper con los discursos afectados de parálisis.
Al hallarle atributos femeninos a la patria, López Velarde huyó del entusiasmo cívico. Fernando Fernández subraya el abismo que separa al lenguaje poético del discurso político. En ``Soliloquio con héroe en Churubusco'', un diputado visita el ex convento del título; se propone rezar mientras aguarda la hora de los debates; al encontrarse con la capilla cerrada decide elevar sus ayes a la estatua de un prócer en el jardín; la estatua responde a esas preces con voz desencantada: ``Si tuviéramos parque, ustedes no estarían aquí...''; entonces el suspicaz politicacho reflexiona: ``Mas parque-parque, en el sentido de `jardín', haberlo había,/ ya que aun ignorando al perro astroso/ -que lamía la placa histórica-/ la vehemencia de dos parejas pares,/ ¿aquello/ al lado de la iglesia no era un parque?''
En el poema más logrado de este libro, ``Raya'', Fernando Fernández aborda el tema del amor que se rinde a los rigores del tiempo. Como en la obra del poeta de Jerez, aquí la mujer juega un papel doble y contradictorio: es la que convoca y reconcilia las realidades más diversas y la que se dispersa y nos dispersa en presencias infinitas. Fernando Fernández pone en juego estas tensiones y las resuelve en imágenes donde la claridad de la conciencia se manifiesta en la regocijada turbulencia de las palabras: ``(Habría querido tener a Belisarda/ -te dije una ocasión, cuando jugamos a decirnos en palabras/ resueltas pero trémulas,/ los deseos referidos a los otros-,/ tenerla como una aparición que edulcorara la caída,/ vellida y mansa entre nosotros,/ comiendo sal de tu inclinada mano.)''