¿Dónde ver el espíritu de los árboles? ¿Cómo escuchar el respiro de la marea nocturna? ¿Cuándo admirar el peregrinaje de las tortugas? ¿Para qué tender al sol una hilera de uniformes de soldados en combate? ¿Qué hacer ante escobas que barren torbellinos de maíz, lentejas y arroz? ¿Por qué construir monumentos al silencio, homenajes a la nada?
Mediante sus instalaciones, Helen Escobedo (1934) nos otorga elementos para que cada uno elabore sus respuestas a cada interrogante que, como la suya, deviene en una obra abierta: ``Esa es mi búsqueda: dejar el trabajo abierto, siempre en cuestión, porque debemos cuestionar la validez de todo.''
Sin ideas preconcebidas, la escultora ``geométrica de intelecto y orgánica de sentimiento'' utiliza mallas de acero, paraguas, llantas viejas, trapos desechados, toneladas de basura, hojas secas y troncos con un solo fin: reinventar la naturaleza. Por eso sus proyectos están ligados absolutamente a la esencia del lugar, a los rumores de la luz y a los rastros humanos de cada espacio en los que ella interviene.
Sean a la orilla del mar, en el museo, dentro del parque o junto a la border line, sus obras efímeras o permanentes existen sólo en razón de determinado contexto ecológico, cultural, social y político lo mismo en San Francisco o Nueva Zelanda, Santiago de Cuba o Jerusalén, Londres o Montreal, Praga o Varsovia, la Ciudad de México o Tijuana, Amberes o San José.
En 1956, apenas al iniciar la veintena de edad, Helen era ya una escultora que tenía como sede la prestigiosa Galería de Arte Mexicano. Inés Amor, su directora, apoyaba a la joven artista cuyas piezas en bronce eran del gusto de coleccionistas y críticos. ``Tenía éxito y sentí miedo de estancarme porque las esculturas me salían con mucha facilidad. Perdí entonces interés en la figura humana y me atrajo su entorno.'' Fue cuando realizó una serie de muros dinámicos donde objetos extra escultóricos jugaron un papel fundamental: televisores y ventanas se incrustaron a la superficie y ella comenzó por fin a trazar su camino como escultora ambiental, enriquecida con participaciones en el arte urbano a raíz de que Mathias Goeritz la propuso como una de las artistas que conformarían la Ruta de la Amistad en 1968, con motivo de las Olimpiadas.
Entre catorce piezas escultóricas de autores de todo el mundo, la de Escobedo forma parte del conjunto distribuido a lo largo del Periférico, en proceso de lenta recuperación en la actualidad. Asimismo, su presencia en proyectos colectivos destaca en un sitio cercano al prodigio: el Espacio Escultórico de la Universidad Nacional Autónoma de México, ideado por otros cinco artistas (Mathias Goeritz, Manuel Felguérez, Federico Silva, Sebastián y Hersúa), además de Helen como la única mujer que visualizó entonces el espacio como un homenaje abierto a la naturaleza y un tributo a la lava volcánica, al hombre y a la vegetación, unidos por un sentimiento cósmico.
Empero sus trabajos de naturaleza permanente, donde además de esculturas figuran casas, escuelas y un edificio de oficinas bajo su diseño, Escobedo encuentra en el carácter efímero de sus más de treinta instalaciones un aire de libertad y de juego con el que invita al espectador a sumarse a la experiencia creativa. Por eso construye jardines imposibles, salva canoas del oleaje, alerta contra los incendios forestales y conduce a buen puerto a cientos de tortugas ficticias con caparazones de paraguas y patas hechas de llantas de automóvil fuera de uso.
``Me inspiro al familiarizarme con el espíritu del lugar, con su luz, su público, su realidad particular. La obra podrá ser interior o exterior, efímera o permanente, pero siempre irá hilada a las voces y los ecos de su particular entorno'', refiere la autora de Naturaleza quemada con ventanas (1992), La isla de las cabras (1993), Por las tortugas (1993), Marea nocturna (1994) y Sólo de vida se muere (1996), instalaciones en Quebec, Amberes, San José de Costa Rica y Tijuana, ésta última, sede para el Salón Internacional de Estandartes que se realiza en el Centro Cultural Tijuana desde 1996.
Becaria del Royal College of Art de Londres y ganadora de la Beca Guggenheim en 1991, junto con el fotógrafo Paolo Gori, Helen dio origen a una investigación sobre los adefesios urbanos que pueblan el país: Monumentos mexicanos. De las estatuas de sal y de piedra (CNCA/Camera Lúcida/Grijalbo, 1992), un libro juguetón y crítico alrededor de los monumentos y las esculturas diseminadas en territorio nacional.
Así, piezas que honran a Juárez y a Morelos, a Clouthier y a Fidel (Velázquez), al libro de texto y al camarón, al sombrero de paja, al grillo y al pulpo, conviven en la publicación que le llevó cerca de diez años coordinar, desde que en 1980 era investigadora del departamento de Humanidades de la UNAM.
Dos mil fotografías se reunieron a lo largo de dicha empresa y el conjunto visual fue donado por Escobedo al Archivo Manuel Toussaint del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
Viajera permanente, con estancias alternadas en México y Alemania, su vida ha estado ligada al juego de la creación, a la libertad en su nexo con el espectador y a un indeclinable respeto por la naturaleza de las mujeres y de los hombres, del mundo vegetal y animal. Por ello pretende alertarnos lo mismo en asuntos como la ecología, que llamarnos la atención por la muerte sin sentido durante las guerras (la del Golfo en su momento) o la permanencia de fronteras invisibles en zonas de tanto conflicto como Jerusalén.
Pero el carácter poético de su trabajo, ajeno a toda connotación política o social, se pone de manifiesto en muchos casos. En el Museo Ordrup de Copenhague, por ejemplo, erigió una decena de estructuras de malla metálica anaranjada que dejaba pasar la luz y no causaba ninguna ``ofensa a la naturaleza''. Era El espíritu de los árboles (1990) en medio de un jardín inmaculado, que además daba la posibilidad de volver con una nueva mirada a nuestro entorno inmediato tan descuidado. También era una oportunidad más para Helen de intervenir un espacio sin apropiarse de él de manera tajante sino dándole un soplo de frescor.
Más de tres lustros han marcado la relación de nuestra escultora con los museos: de allí su interés en la labor participativa de los públicos. De 1961 a 1974 fue directora del departamento de Artes Plásticas de la UNAM y del Museo de Ciencias y Arte de la máxima casa de estudios; luego, de 1974 a 1978 estuvo al frente del departamentoÊde Museos y Galerías de la UNAM; entre 1981 y 1982 sirvió como directora técnica del Museo Nacional de Arte, y de 1982 a 1984 coordinó el Museo de Arte Moderno, entre otros cargos en recintos públicos.
En la década de los noventa ha presentado instalaciones en Montreal, Nueva York, la Escuela Nacional de Artes Plásticas, el Museo Tamayo y la Galería Nina Menocal. También ha sido representante de México en eventos internacionales como Europalia (1993) y en Insite 97, donde su espíritu se hermanó con el de Joseph Beuys y de Christo, según advierten algunos críticos, pero donde cada una de sus obras se inundó del vigor de esta creadora que cuestiona la validez de todo.