Es lamentable que en el Informe presidencial no se mencionaran directamente los problemas más preocupantes que vive hoy el país. Además de los casos de Chiapas, UNAM y Fobaproa, está el controvertido asunto de la reforma eléctrica que, como se ha mostrado en un debate de hace más de seis meses, involucra algo más que un asunto de producción de electricidad. En éste, como en los otros casos, está en juego la redefinición de nuestro proyecto de nación, de nuestra propia identidad y, en ese contexto, del proyecto de modernización de nuestra vida económica, social y política.
Y no es que en el caso eléctrico se esperara una explicación fehaciente de esa poco sustentada tesis gubernamental de la insuficiencia de recursos para financiar la expansión de la industria, complementada con esa quimera de privilegiar el gasto en desarrollo social, y utilizada como coartada para alentar la privatización.
Pero en una ocasión como ésta, en la que el Presidente tiene el privilegio de estar frente a la nación, se esperaba un esfuerzo -mínimo, breve, conciso, claro- por desplegar una argumentación sobre la esencia y el sentido último de la reforma y su pertinencia. No era el momento -qué duda cabe- de presentar pormenores, por más importantes que éstos resulten; sí el de argumentar lo esencial de la iniciativa (que no se identifica con la carencia de recursos) y, sobre todo, su perspectiva estratégica, en el marco del fortalecimiento de la nación.
Por eso, al igual que en los otros casos, no sólo se perdió la oportunidad de razonar de frente a la sociedad sobre la pertinencia de la iniciativa; se evadió una responsabilidad sustantiva.
En este país, lo eléctrico -como lo petrolero- ha sido un asunto vinculado a la propia identidad nacional, y no se ha logrado el consenso en torno del sentido de la reforma. Y frente a ello la administración pública se sigue mostrando desdeñosa y soberbia, escudada en sus escasos éxitos macroeconómicos para enfrentar el cuestionamiento de su proyecto no sólo eléctrico, sino de modernización.
No hubo olvido. Ni siquiera omisión involuntaria. Existe un profundo desdén por la sociedad y por la nación, al no argumentar ante la misma nación la racionalidad que orienta la actuación gubernamental en asuntos tan complejos y tan sensibles para la población. En el caso de la reforma eléctrica, se confirma con la mascarada en la que se convirtieron las consultas a la población; también con la actuación de los representantes del PRI en la comisión que investiga la situación del sector eléctrico nacional; y no menos con la argumentación y el sentido político de ese lamentable desplegado en el que el PRI manifiesta su apoyo a la privatización de la industria eléctrica -publicado un poco antes del quinto Informe-, y que viene a ser una muestra inequívoca del creciente desdibujamiento ideológico y político de un partido oficial que no renuncia a seguir ostentándose como partido de Estado, que se revela incapaz de superar su regresivo corporativismo, y profundamente imposibilitado para trascender su subordinación al poder presidencial.
Nos enfrentamos, entonces, con la concepción tecnocrática de la modernidad, que nutre y alimenta la actuación y el discurso oficiales de hoy, y que se opone a reconocer que el proyecto de transformación impulsado carece de racionalidad, entre otras cosas, porque no trasciende esa compenetración nociva entre la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático, esencia misma del proyecto de globalización subordinante. Y al no hacerlo, comete la más grave de las injusticias, la de cancelar las esperanzas de un pueblo que no sólo se sabe crecientemente pauperizado e inseguro, sino obstaculizado y agredido desde el mismo Estado en todo esfuerzo por desplegar sus ánimos alternativos de organización y de solidaridad.