60 años del PAN
González Luna
Una herencia olvidada
Hugo Gutiérrez vega
Justo hace 60 años nació el PAN con el doble liderazgo de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna. Desde entonces su faz quedó marcada por el dilema de la eficacia electoral o la supremacía de los principios ideológicos. Al paso del tiempo, el modelo del partido de oposición con participación en los procesos electorales de Gómez Morín se impuso. Y en la sombra quedaron el ideario y la acción política de González Luna. Hugo Gutiérrez Vega -su discípulo y amigo- nos entrega apuntes sobre el abogado honesto, sabio y respetable; sobre el intelectual católico que fue de la cátedra a la política y a la escritura con el mismo aplomo. La descripción de Gutiérrez Vega es puntual respecto de la formación intelectual y las aportaciones literarias de González Luna. Y va más allá: elabora "un retrato de cuerpo entero" que revela la inteligencia y la integridad moral del cofundador del PAN.
fraín González Luna tuvo una vida intensa en la que trató de conciliar actividades laborales, aficiones y vocaciones. No lo logró del todo y a veces se vio obligado a sacrificar lo más entrañable en aras de lo inmediato.
En la lectura de los historiadores de la política mexicana he encontrado una vacua sarta de lugares comunes y una torpe, lineal y chata serie de calificaciones y catalogaciones. Para quitarse de problemas, esos "historiadores" sentencian: "político de derechas con tendencias fascistas. Fue candidato del Partido Acción Nacional y de la Unión Nacional Sinarquista a la Presidencia de la República en 1952". Otros, ligeramente más informados, lo asocian con Maurras, el ideólogo de la Acción Francesa y con el Caudillo cristero, Anacleto González Flores.
Lo conocí y traté personalmente y fue mi maestro en muchas cosas de la vida, la literatura y la política. Por eso puedo decir que su posición era esencialmente centrista. Nada tenía que ver con los extremismos de la Acción Francesa. Más bien se acercaba a los postulados de Jacques Maritain, el filósofo cristiano que tanto influyó en el pensamiento de los partidos populares europeos y en los primeros pasos de la Democracia Cristiana. Con él redactó las conclusiones del Congreso Americano de Problemas Sociales, organizado por la National Catholic Welfare Conference de los Estados Unidos, en 1942.
Por otra parte criticaba severamente al fascismo y, por encima de su hispanismo de raíz cristiana, colocaba el ideal democrático destrozado por los espadones franquistas.
Respecto de la contienda civil española estaba más cerca de Bernanos y de Mauriac que de Claudel, poeta al que amaba y al que tradujo con fidelidad y talento (La anunciación a María y Viacrucis son algunas de sus traducciones. Sé que trabajaba las Cinco grandes odas poco antes de su muerte).
Perteneció a una generación tocada directamente por la revolución y por la Guerra Cristera. Fue miembro de la Acción Católica en tiempos violentos y, al igual que su maestro Anacleto González Flores, fue partidario de la resistencia pacífica (Anacleto favorecía la estrategia del boycot comercial y tributario) y se oponía al movimiento armado.
Las relaciones entre el PAN y la UNS eran muy problemáticas, pues mientras el partido, sin ocultar sus raíces cristianas, propugnaba por la democratización del país, el sinarquismo mantenía sus tics falangistas (muchos de los miembros de la sinarquía nacional habían hecho estudios en la Academia de Mandos de la Falange Española) y sus obsesiones fundamentalistas provenientes de la "legión o base", el organismo secreto que proporcionaba a la unión un sustento ideológico, aun cargado del discurso bélico del movimiento cristero.
Los roces entre panistas y sinarquistas fueron constantes durante la campaña presidencial de 1952, y la separación tajante se dio con gran prisa apenas culminó la anunciada derrota electoral.
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La política para González Luna era una obligación ética y un ejercicio de paciencia heroica, pues -tomando en cuenta las características de su tiempo histórico y la absoluta cerrazón del sistema compuesto de astucias y de autoritarismo-, el triunfo era altamente improbable.
Para González Luna lo fundamental eran los principios doctrinarios y siempre se opuso a las triquiñuelas de la llamada real politik.
En uno de sus primeros trabajos afirmó: "Es falso que las posiciones equivocadamente calificadas de idealistas estén destinadas al fracaso, es falso que las posiciones doctrinales puras, intransigentes, incontaminadas, sean ineficaces, infecundas desde el punto de vista de los resultados prácticos. Afirmo, por el contrario, la incomparable, la fundamental eficacia práctica, el infinito valor de las posiciones doctrinales, defendidas a toda costa, sin transacciones y sin compromisos oprobiosos, como el estímulo más insustituible de progreso, como el arma más segura de libertad y como la posibilidad más indiscutible de transformación social".
No era la conquista del poder lo que le interesaba o apasionaba como a la mayoría de los políticos. Su proyecto era el de "mover las almas" (Gómez Morín hablaba de "brega de eternidad"), procurar la rehabilitación de la sociedad civil y crear en las conciencias individuales los hábitos democráticos.
Era, en el sentido más estricto del término, un político maderista y un intelectual que hacía política para mejorar la moral social. Por lo tanto, siempre afirmó la indisoluble unión que debe darse entre la política y la ética.
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Fue un jurista sincero y sabio que defendió a ultranza el imperio de la ley y el establecimiento de un verdadero estado de derecho, ajeno a las componendas y a las trampas. Sobre este tema recuerdo una de sus frases: "Si la ley es buena, que se cumpla. Si es mala, que se derogue ".
Fue, además, un fiel seguidor del pensamiento económico de Manuel Gómez Morín, su gran amigo (muy a la francesa siempre se hablaron de usted) y maestro.
Fue, por muchos conceptos, un político atípico que actuaba en la vida pública impelido por un profundo sentimiento del deber y por una actitud moral que, sin vacilación alguna y saltándome a la torera todos los estrictos límites de la ciencia política, calificaré de neoromántica.
No sé si coincidía con Schiller en la noción del alto valor estético de la tarea política orientada al mejoramiento de la convivencia social y el progreso de la inteligencia, pero sí recuerdo la lúcida y estricta introspección que precedió a la escritura del discurso con el que aceptó la candidatura a la Presidencia de la República en 1952.
En ella vio al país "reblandecido y desorientado, el partido débil, yo cansado y sintiéndome cada vez más solo, más abandonado".
Así vivió su intenso drama formado por los siguientes elementos: "Pavorosa posibilidad de mi candidatura, si los más aptos no pueden o no quieren aceptar el sacrificio. Esfuerzo aplastante, contradicción de mis hábitos, aficiones, planes y temperamento de mi constitución personal más íntima e inmodificable. Sacrificio de cada momento Incomprensión, deserción, traición. Sentimientos terribles de ridículo. Enjambre de contrariedades y peripecias en todos los órdenes de mi ser y de mi vida".
Pienso sinceramente que nuestro país ha tenido pocos políticos capaces de una lucidez reflexiva y de una sinceridad tan estremecedora como la de González Luna.
Por eso damos la razón a Tabucchi, cuando afirma que la política es una tarea intrínsecamente mala, pero que sólo se salva en parte gracias a la actitud y a las virtudes de algunos políticos. Esta frase, aparentemente paradójica, produce una aplastante sensación de realismo sin concesiones, pero deja abierta una rendija a la esperanza, avizora una débil luz al final del tenebroso túnel de lo inmediato, de lo pavorosamente concreto.
Sobre este tema adquiere una suprema actualidad el pensamiento de González Luna respecto a la llamada -y alabada sin recato alguno- "política realista".
El pensador social así la define: "Se caracteriza no por un especial acatamiento de los datos de la realidad como premisas de decisión y de conducta; sino por una relajación de resortes morales, una renuncia de la afirmación señorial y de los ásperos caminos que suben, un inerte abandono al fácil declive por el que se desciende sin esfuerzo y sin dignidad".
Esas preocupaciones derivan hacia la definición de una moral política que exige renunciaciones, sacrificios y, sobre todo, una estrecha vigilancia sobre la propia concien cia para evitar las desviaciones en los propósitos de servicio y las tentaciones del poder y de su aprovechamiento en beneficio de una persona o de un grupo. "Cobardía o desverguenza, como entereza y rectitud, son predicados éticos, no modos de inteligencia o aprehensión de las cosas cognoscibles", decía para señalar la necesaria ligazón entre la moral y la política.
Su afirmación adquiría un carácter especialmente perturbador en un país deteriorado por la corrupción, el autoritarismo y las trampas y triquiñuelas convertidas por los pervertidores de la función pública en datos pintorescos y en cualidades indispensables para participar en el juego político ferozmente abyecto que se efectuaba en el interior de un sistema capaz de alabar a la sumisión derivada de la frase terrible de un casi eterno líder obrero: "En la política mexicana, como en las fotos, el que se mueve no sale".
Recomendaba, además, a los decididos a hacer política que asumieran una actitud patriótica en su sentido más clásico y profundo: "Para conocer las patrias hay que adentrarse en su esencia, que no es flor para ser cortada por visitantes de un día. La realidad nacional es inaccesible para turistas, mercaderes y visitantes. Hay que amarla con devoción de hijo, penetrar a sus más centrales recintos con la libre familiaridad con que los hijos frecuentan la casa de los padres; más todavía, con la emoción, al mismo tiempo jocunda y reverente, con que los nietos penetran en el aposento de los abuelos".
Todo esto sólo puede darse por medio de la democracia política y social, y de las elecciones libres y respetadas, pues "el monopolio es negación y farsa y sólo puede eliminarse mediante una reforma de las costumbres y un esfuerzo moral de todos los sectores de la población. No queremos ser el rentista de la degradación nacional, el pobre hombre que, sin perjuicios de incesantes lamentaciones, considera como necesidad preferente el seguir ganando dinero con su capital, con su empresa, con su profesión... No queremos ser la rata del naufragio, el burgués despavorido que al crujir la estructura de la patria no tiene pensamiento ni emoción más que para el problema de su seguridad material", dice con especial vigor a los sectores medios tan pusilánimes y egoístas, tan incapaces de mover su conciencia, tan negados a un esfuerzo que, en última instancia, propiciaría las reformas necesarias para asegurar a todos una vida digna y los bienes materiales indispensables para el desarrollo armónico de los valores esenciales de la persona humana.
Era González Luna un hombre justo y equilibrado. Practicaba la tolerancia con genuina convicción. Sus juicios sobre el sistema político mexicano y las luchas revolucionarias contaban con una mesura capaz de reconocer los matices y contrastes, y por lo tanto, de evitar los extremos del maniqueísmo.
Así decía: "Claro que hubo y hay quienes fueron limpios en la Revolución y, sirviéndola, se han conservado honrados. Son ciertamente muy pocos. El caso se explica, respecto a unos, por rectitud congénita, y de otros, por verdadera devoción al programa social que sinceramente abrazaron... Aun en las peores degradaciones colectivas sobrenadan las excepciones que nos salvan de la muerte por náusea. Hay que hacerles justicia..."
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Hace poco un desaprensivo comentarista político aseguró que Gómez Morín y González Luna siempre sostuvieron un programa de corte neoliberal totalmente carente de sentido social.
Esta es una gruesa mentira. Eran, sin duda, partidarios de la libre empresa y del adelgazamiento del obscenamente engordado aparato estatal, pero en relación con sus funciones sociales eran, también, muy claros y precisos.
Decía don Efraín: "El Estado tiene como misión esencial la realización de la justicia en la vida social y en las relaciones interhumanas... Nadie como el Estado tiene los medios, la autoridad para movilizar las fuerzas nacionales hacia el cumplimiento de la reforma social". Por supuesto que hablaba de "una autoridad válida, justa, éticamente fundada". Esto se aleja por completo de los postulados del Estado gendarme, de la teoría del ''dejar hacer, dejar pasar'', y establece la necesidad de que la sociedad haga un esfuerzo para mantener una actitud equilibrada y para evitar las siempre infecundas maneras del autoritarismo centralista y de los movimientos políticos y sociales que giraban en torno a un caudillo o a una facción.
Con notable clarividencia, González Luna advierte de los peligros que nacen de la mentalidad economicista: "Debido al portentoso avance de la técnica en el dominio de la naturaleza y la universal extensión de los mercados a consecuencia del progreso incesante de las comunciaciones, el dato económico se amplifica a medida que se deprime el humano".
Anunciaba, deslumbrado y, al mismo tiempo, temeroso ante el mundo de la globalización con todos sus portentos e injusticias propiciadoras de desigualdades inmensas: "Lo que la sociedad necesita es una substancial restauración del hombre en sí mismo, en sus relaciones con los demás, en sus relaciones con los bienes materiales", afirmaba y así ponía en su lugar a banqueros y gerentes, empresarios voraces, administradores públicos que esconden sus rudimentarias pillerías tras la careta de la ininteligible jerga tecnocrática, y filisteos de toda laya, desde la pública hasta la privada.
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Hay otro aspecto del pensamiento de don Efraín que es absolutamente necesario airear y discutir en estas vísperas del fin del milenio. Mucho tiene que ver con las utopías que estudió con dedicación entusiasta, mientras que, por otra parte, hacía patentes su equilibrado criterio y la honestidad con que elaboraba sus juicios y proponía reflexiones y revaloraciones.
Me estoy refiriendo a sus ideas sobre la revolución. Advierte que no va a hacer un canto laudatorio, sino una apreciación crítica y comienza diciendo: "desconocer que la Revolución ha sido un activo agente de la reforma social en México, equivale a negar el sol a medio día".
Esta frase contiene su reconocimiento al mérito de Madero, nuestro "último héroe a la altura del arte" (con permiso de López Velarde por la atrevida paráfrasis), y a los esfuerzos de revolucionarios como don Luis Cabrera, que siempre pugnó por la instauración de una democracia que, además de la reforma política, incluyera una profunda reforma social que aboliera los privilegios de una casta compuesta por políticos deshonestos y corsarios empresariales, y buscara una justa y equilibrada distribución de la riqueza.
Su análisis de la política social de los gobiernos revolucionarios me parece digno de un estudio a fondo, tanto por su implacable lucidez como por su equilibrio crítico. Coincide con algunos historiadores sociales rigurosos, cuando nos dice que la reforma social propuesta por la Revolución, "a pesar de fanfarronerías iconoclastas, ha sido de una lastimosa timidez pequeño burguesa". Si pensamos en la retórica oficial al uso en aquellos tiempos, nos percataremos de la ironía implícita en este párrafo. Ironía y pena al ver que los ideales de los luchadores verdaderos eran desvirtuados por la consolidación de una nueva casta que otra vez señalaba a sus súbditos la obligación de "callar y obedecer", tanto en lo político como en todos los otros ámbitos de la enrarecida convivencia social.
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Algunas tardes, Ignacio Arriola -que fue el mejor de mis hermanos- y yo íbamos a charlar con don Efraín a su despacho. Hablabamos de literatura, de política, se interesaba por nuestras situaciones personales, nos recomendaba libros y, a veces, reflexionaba en voz alta sobre el porvenir del país.
Recuerdo su amplia y bien ordenada cultura, su elegancia intelectual, su fidelidad a los principios y su férreo y nada entruendoso talante moral.
Vienen a mi memoria sus citas de Chesterton, autor a quien amaba, Claudel, Maritain y un buen número de poetas, pues siempre se mantuvo cerca de la poesía. Lo veo como el personaje de La anunciación a María, Pedro de Craon, siguiendo los progresos de una catedral que construían los hombres con gran esfuerzo, con paciencia y, sobre todo, con sentido de eternidad.
Puso su parte en esa empresa y empeñó la vida en un proyecto que ocupó casi todos sus días, sus pensamientos y sus esfuerzos. Fue un hombre bueno e íntegro. Sus amigos y enemigos lo recuerdan como un intelectual fiel a su visión del mundo y como un político sereno y prudente que luchó por dejar al mundo mejor de como lo encontró. En su memoria y con toda la emoción de alumno y amigo, le digo desde esta tierra de los hombres: "Laudamus Deo".b
Nota: Este texto forma parte de la semblanza Un retrato de Efraín González Luna, elaborada por el autor a petición de la Fundación Rafael Preciado Hernández del PAN y que aparecerá en la revista Propuesta, que empieza a circular esta semana.