Si la idea fue atraer al público con un título falso, sugiriendo la idea de una secuela de la muy exitosa Kids (Vidas perdidas), de Larry Clark, el cálculo fue desafortunado. Otro día en el paraíso (Another day in paradise), segundo largometraje de Larry Clark, no es en lo absoluto una continuación de Kids, aunque ambas cintas tengan el mismo director. No hay en esta nueva experiencia la intención de elaborar una radiografía generacional, el retrato colectivo de púberes y adolescentes jugando con las drogas, el alcohol y el sexo inseguro como un impulso de autodestrucción y desafío social. No hay tampoco el juego de actores no profesionales ni la frescura de un guión escrito por un joven de 19 años. Kids (1995) no pertenecía a un género claramente definido; reflejaba, a su modo directo y violento, un estado de ánimo, similar al que un joven realizador independiente, Gregg Araki, ensayara el mismo año en The doom generation, o tres años antes en The living end. Vivir rápido, morir rápido, convertirse en un bello cadáver.
En Otro día en el paraíso, Larry Clark intenta la fórmula de una relectura del road movie de los setenta, con sus antihéroes orillados a la desesperación y al crimen, con reminiscencias de Badlands (Malick, 1973), Bonnie & Clyde (Penn, 1967) y Kalifornia (Sena, 1993), hasta llegar a un nihilismo muy radical con insistencia en la droga dura y el embotamiento sexual. En lugar de la visión panorámica de Kids, hay ahora una observación detenida de cuatro personajes (dos parejas, dos generaciones, dos estrellas de cine -James Woods y Melanie Griffith- y dos actores principiantes). En resumen, una pareja de bandidos maduros que adopta a dos jóvenes delincuentes muy inexpertos y se dedica a su formación profesional, es decir, a utilizarlos como carne de cañón y como voluntades sumisas en todas sus fechorías. Así comienza la descripción de un conflicto generacional con situaciones un tanto humorísticas: los bandidos fatigados juegan a ser niños, mientras sus impacientes compañeros afectan madurez. Clark detalla, con violencia muy explícita, un proceso de corrupción moral y al mismo tiempo la desintegración ineluctable de los corruptores.
Christopher Landon y Stephen Chin elaboran el guión a partir del relato de un ex presidiario llamado Eddie Little. (A juzgar por la cinta, las memorias de un esquizofrénico). James Woods interpreta a Mel, ladrón mitómano y mediocre, y lo hace de manera excesiva, en su mejor retrato de mezquindad moral desde Ciudadano Cohn (Pierson, 1992). Melanie Griffith (Sid) ofrece una caracterización estupenda, mezcla perfectamente equilibrada de fragilidad y desenfado vulgar. La pareja de jóvenes delincuentes (Natasha Gregson y Vincent Kartheiser) no consiguen ir más allá de los requerimientos básicos de la trama, sobre todo cuando su vertiente más melodramática los ahoga, pero su desempeño es muy decoroso.
En Kids, Larry Clark mostraba su talento para capturar las actitudes, poses e indolencia de figuras adolescentes. Su trabajo con fotos fijas había seducido al cineasta Gus Van Sant, quien admite haberse inspirado en él para sus películas Drugstore cowboy y Mi camino de sueños (My own private Idaho). Lo que ahora parece interesarle a Clark es explorar otro tipo de fisionomías, los rostros ajados, exasperados, de personajes como Mel y Sid, y oponerlos a jóvenes empeñados en apresuran su propia degradación física. El retrato es aquí casi tan brutal como en su primera película. Sin embargo, el impacto es menor y el objetivo más vago.
El director insiste en el tipo de lenguaje visual que el cine independiente ha vuelto indispensable para el registro de la desesperación existencial juvenil -manejo muy libre y ocasionalmente frenético de la cámara, tomas a nivel de la cintura, exploración minuciosa de los rostros, cortes violentos; a lo que cabe añadir una saturación verbal con base en insultos y maldiciones, balaceras a lo Tarantino, y una atmósfera malsana en la que predomina como tema capital la traición. En una aparición cameo, Lou Diamond Phillips es un mafioso gay totalmente fuera de serie, contacto de personajes poderosos que pueden de golpe acabar con Mel, viejo amigo suyo, si tan sólo éste se pasa de listo, lo cual parece ser precisamente su especialidad y obsesión.
En Otro día en el paraíso, Larry Clark intenta fabricar un buen thriller, actualizar con aplicación de cinéfilo los road movies de antaño, garantizar agilidad en el ritmo y calidad en las actuaciones. Todo esto lo logra con soltura y eficacia. Lo que sí se echa de menos es aquella sobriedad visual que en Kids encontraba su equivalente perfecto en la intensidad dramática; aquella sugerencia de una fatalidad que recorría los destinos individuales hasta abarcar a una generación entera.