El CGH no ha tenido ideas, sino reacciones; no ha tenido propuestas, sino tácticas; no ha tenido argumentos, sino bardas y cadenas. Su importancia y su poder le vienen de haber ``tomado'' los edificios, por la fuerza y sin consenso: la revolución como bien inmueble.
Entre las abstracciones en juego en el conflicto de la UNAM (democracia, educación, libertad), ¿qué significa la posesión física de sus edificios por una de las partes? Una situación de fuerza que le reditúa poder político; un poder que sin esa coacción no sería poder de ninguna clase. Las ambiciones del CGH flotan en el deletéreo azul de los ideales, pero descansan en la contundencia material de un territorio tomado.
Tener los edificios representa para sus posesionarios adueñarse de su esencia, en la que los edificios son accesorios. Así como hay realidades impensables sin su materialidad (una cancha de futbol, un portaviones), la esencia de una fe, una idea o una universidad existe sin el edificio. Pero sin la posesión de los edificios, el CGH no existiría, o existiría sólo como una actitud entre muchas otras, condenada a la crítica y al diálogo. El hecho de fuerza le da a esa actitud un relieve del que de otro modo carecería; pero no le da relevancia como idea, sino relevancia como situación de fuerza. Acceder a esa relevancia por la fuerza y presentarla como idea, descalifica ya a la idea y la desnuda como coacción.
``Tener tomados'' los edificios convence al CGH de que tiene tomada a la razón: de que poseer lo accesorio implica poseer lo definitorio. Lo convence de que sus ``ideas'' tienen más relevancia que cualquier otra, sobre todo de las que no necesitan de la fuerza, o de las que -como en el caso de la UNAM- carecen de una fuerza similar para defenderse.
El CGH mira en la posesión actual del edificio la realización simultánea de una aspiración futura. Por tomar la parte, se ha convencido de que adquirió el todo. De ahí a suponer que, por lo mismo, tomaron la representatividad de la UNAM, sólo media un giro de la megalomanía. Estamos ante un fetichismo que en poco se diferencia de quien se roba un brasier y decide por eso que ya posee a su dueña (o, peor aún, que su dueña lo ama).
La posesión de los edificios genera privilegios impensables de no existir esa coacción. Eso no ha impedido al CGH verse como igual de quienes no coaccionan, ni ver a sus ``ideas'' como tales, y no como presiones. La coacción le permite al CGH fijar condiciones que, en el campo de las ideas o de la razón, estarían condenadas a competir con otras y arriesgarse a perder. Inermes, los demás universitarios vemos condicionada nuestra libertad y nuestra capacidad de diálogo como una subordinación a esa fuerza. No sólo nuestra mayoría, nuestra igualdad misma está erradicada. Esta desigualdad erradica la realidad de la discusión y la suplanta por algo muy distinto: la negociación por fuerza. Los edificios son al CGH lo que la pelota al niño berrinchudo que, incómodo con la competencia, decide que nadie juega, porque la pelota es mía.
La posesión de los edificios parece crear una instantánea institucionalidad: por eso el CGH se declara interlocutor legítimo y único. Por eso el 31 de agosto los observadores de derechos humanos fueron a Ciudad Universitaria a ``observar que no se cometan violaciones a los derechos humanos''. Reconocían que el CGH y sus aliados, los fantasmas de los generales Villa y Zapata (también ``tomados''), tienen un derecho humano de despojar propiedad pública superior al derecho humano de la mayoría de los universitarios.
Para todo efecto práctico, los posesionarios se han convertido en propietarios. De levantarse el paro, los universitarios recibiremos la gracia de regresar, siempre y cuando acatemos las condiciones de los nuevos propietarios. Viviremos bajo una perpetua cláusula de desalojo. La UNAM se convertirá en permisionaria del CGH.
La barda erigida a fines de agosto habla por sí sola. El CGH formalizó su ghetto y su gulag a nombre (but of course!) de la libertad. Esa barda es el mejor comentario que se ha hecho sobre su actuación; el más contundente ejercicio de autocrítica posible. La barda resume su argumento y escenifica sus ideas. Y lo más lamentable: su proyecto.