José Cueli
Cátedra de violencia a los universitarios

En el umbral del tercer milenio, el espectáculo que desfiló ante nosotros durante el Informe del presidente Ernesto Zedillo, el pasado miércoles, resultó de lo más inquietante. Saltó ante nuestra vista para agregarse a los sucesos del conflicto universitario que acapara nuestra atención las últimas semanas.

Como en el bosque virgen de las poblaciones primitivas, como en las depredaciones de la época romana, como en las tenebrosidades bárbaras de la Edad Media; como en las dos guerras mundiales y otras de este siglo se asoma la fiera humana en el país. Lo mismo en un conflicto que dejó de ser universitario, al tornarse político y violento. O en el seno mismo del congreso en cátedra de barbarie a los universitarios y el país.

Si bien el conflicto en la UNAM, que deja de lado las enseñanzas universitarias fundamentales que la humanidad viene elaborando durante muchos siglos y que se puede condensar en unas palabras que en nuestra soberbia de hombres superiores, se nos vienen abajo y con ello nuestro orgullo, incapaces de resolver el conflicto, los sucesos acaecidos durante el Informe presidencial, hacen, asimismo, que las palabras fe, derecho, justicia, democracia y solidaridad suenen falsas.

No han valido las voces de los investigadores eméritos, los académicos más lúcidos, los premios nacionales y universitarios y los ex rectores llamando al diálogo. Unos y otros enfrascados, de manera terca, en una lucha sin cuartel, en un callejón sin salida, en el que todos perdemos. Lo que se inició como un problema universitario, día con día se tornó político y violento y nada tiene que ver con el diálogo universitario. En la misma forma que nada tiene que ver con el diálogo parlamentario, la democracia, la violencia incontrolada surgida en el palacio legislativo de San Lázaro.

Mientras la mayoría universitaria silenciosa en plena aflicción, se interroga con ansiedad, el porqué de este conflicto entre universitarios sin pies ni cabeza tiene paralizada a la UNAM, a ello se agregan los lamentables sucesos del pasado miércoles que nos dejan aún más abrumados. El tiempo, el espacio y la palabra salidos de sus goznes.

Si resulta difícil hablar de responsabilidad política, más lo es abordar la responsabilidad filosófica que sigue la voz del bien, sin prestar oído a la voz del mal radical, el instinto de muerte que se insinúa en la voz del bien, haciendo las voces del mismo, incluso mejor que el bien. Ese mal radical del instinto de muerte, de la insidia, fondo vago y oscuro de la realidad que domina individuos envolviéndolos y corroyéndolos en forma silenciosa, como humedad.

La política expresada en un discurso encerrado, cada vez más en los términos de un vocabulario totalizador, manteniendo un ``diálogo'' sólo con el objetivo positivo del propio proyecto y asumiendo el mal y la destructividad como factores externos personificados en las partes sociales y políticas adversas.

Esta política intensifica el mal radical en la figura del adversario, consolidando una presencia político-social como si fuera una entidad, un ente distinto y específico, sin tomar en cuenta que el mal radical, el instinto de muerte, lo negativo está en todas partes. Tomándose un factor presente en el adversario, como elemento imprevisible, indefinible.

Presencia enigmática no sólo en la universidad sino en el ámbito político, lanzada hacia el derecho, el bien, sin darse cuenta que tras la aparente búsqueda de la justicia, el progreso y el bien social se oculta, silencioso, el mal radical cuyo espectro abarca todos los ámbitos (el universitario, el político y el social).

En palabras de Derrida: hay una hipérbole en el origen del bien y del mal, una hipérbole común al uno y al otro, una hipérbole como diferencia entre el bien y el mal, el amigo y el enemigo, la paz o la guerra. Lo que hace dar vueltas a la cabeza es que esa hipérbole infinita sea común a los dos términos de la oposición y, así, haga pasar al uno por el otro.

Habrá que meditar, pues, acerca de las relaciones entre el derecho y la justicia, pero también entre el poder, la autoridad y la violencia. La justicia no se agota nunca en las representaciones y las instituciones jurídicas. Lo justo trasciende siempre a lo jurídico, pero no hay justicia que no deba inscribirse en un derecho, en un sistema y en una historia de la legalidad, en la política y en el Estado.

Una última frase para reflexionar: la justicia, sin la fuerza, es impotente; la fuerza, sin la justicia, es tiránica.