Es suficiente abrir los periódicos en estos días para tener la ulterior confirmación de uno de los rasgos centrales de nuestro tiempo: el movimiento hacia lo más grande y, al mismo tiempo, hacia lo más pequeño. Dos ejemplos. La Unión Europea avanza tratando de evitar que los grandes grupos financieros terminen por convertirse en un poder superior al de la política. Un siglo después, Europa repite el intento (en parte frustrado) de Theodore Roosevelt para controlar, en Estados Unidos, monopolios peligrosos para la salud tanto de la economía como de la política. Y del otro lado, Timor Oriental parece dirigirse hacia la inevitable independencia frente a una Indonesia que en el último cuarto de siglo construyó carreteras y hospitales mientras, al mismo tiempo, masacraba entre 100 y 200 mil habitantes de esa excolonia portuguesa con menos de un millón de almas.
La globalización, cualquier cosa que eso signifique ahora o en el futuro, ha puesto en movimiento dos tendencias contradictorias entre sí. La regionalización que busca consolidar bloques plurinacionales frente a una realidad global cargada de amenazas competitivas. Y la fragmentación nacional, con la que grupos humanos diversos buscan reforzar su identidad frente a un mundo MacDonald que amenaza sus especificidades culturales. Y el observador no puede evitar una impresión de fin de época. Mientras los ideólogos planchan las arrugas del presente convirtiendo todo en expresión de fuerzas angelicales o satánicas, la realidad revela una complejidad inédita.
Ernst Jünger decía que la existencia colectiva es un plebiscito en que el sí expresa la necesidad y el no la libertad. Y añadía, que cuando estas dos fuerzas contradictorias se separan radicalmente una de otra, la historia enloquece. ¿Qué significa esto hoy? Significa algo muy sencillo: pocas veces como en estos años, para repetir la vieja fórmula de Umberto Eco, el mundo (y digámoslo en plata, especialmente América Latina) parecería dividirse entre apocalípticos e integrados. Entre una izquierda donde una moralidad milenarista toma a menudo el lugar de la capacidad de generar ideas originales y una derecha en que la historia es una necesidad que excluye la voluntad y, sobre todo, la voluntad de justicia.
Uno de los datos indiscutibles del presente es la pérdida (añadiré, dramática) de hegemonía cultural de parte de la izquierda: una historia que, entre altibajos, duró la friolera de medio siglo, en estos anos parecería cerrase. El pensamiento de izquierda se vuelve conservador, como si tuviera que administrar un mausoleo nacional-revolucionario atiborrado de glorias pasadas, estereotipos cansados y olvidos estratégicos. La URSS cayó dejando tras de sí un capitalismo salvaje, nostalgias zaristas y mafias poderosas. La versión tropical-cubana del estalinismo nos deja una modalidad vulgar del antiguo caudillismo caribeño y una economía de apartheid entre turistas extranjeros y ciudadanos cubanos. Y el vetusto nacionalismo revolucionario latinoamericano nos deja un legado de corrupción, gigantismo urbano, miseria rural y envilecimiento del Estado. Y sin embargo, se tiene a veces la impresión de que, para cierta cultura de izquierda, no pasó nada. La derrota anestesiada por la pereza intelectual y la retórica.
El desconcierto que produce en todos una historia que acelera sus cambios convierte muchos progresistas de antaño en vestales cuidadoras de verdades envejecidas: políticos que siguen prisioneros de idearios que corresponden a un mundo pretérito, intelectuales que hacen del sarcasmo un sustituto del pensamiento, académicos que viven entre los fantasmas de derrotas que sufrieron sin enterarse y periodistas que prefieren caminar siempre por el lado soleado de la calle convirtiendo la cultura progresista en una trivialidad politically correct.
De la derecha, el eterno sí jüngeriano que hoy toma las formas de una tecnocracia que convierte la política en un asunto de administración, no quiero ni hablar. No vendrán de ahí las novedades que el mundo necesita.