Hace una semana el presidente Zedillo, al referirse al conflicto infame que vive la UNAM, hizo una declaración insólita e improcedente como fórmula de convivencia social. Dijo que no sería usada ``la fuerza bruta'', ``la fuerza irracional del Estado'', y que no permitiría otro 68.
Lo de hoy es del todo distinto a 68. No hace sentido evocar aquel movimiento de masas, cohesionado por unas demandas democráticas exigidas a un Estado autoritario, a propósito de un movimiento como el de hoy, socialmente estrecho, con predominancia de cuadros de origen grupuscular y actos de chiapanequización del espacio universitario, revestidos de demandas ``académicas'' exigidas a las autoridades universitarias.
Resulta aún más sorprendente, sin embargo, la singular idea presidencial del Estado de derecho. La propiedad esencial del derecho es su carácter coactivo; sin esa cualidad el derecho no es nada. Acatar la ley es universalmente obligatorio; al proscribir conductas, las normas jurídicas también ordenan los actos de coacción que el Estado está obligado a aplicar en caso de inobservancia o violación de las propias normas.
Si el Estado no lo hace, el derecho no es; no hay Estado de derecho. Ese carácter de la ley hace del uso de la fuerza por el Estado un acto jurídicamente legítimo; legal y legítimo. Si el Estado depone su derecho de monopolio de la fuerza, el Estado deja de ser y sobreviene la colisión de los intereses y de los actos de fuerza entre grupos e individuos. Tulyehualco a la enésima potencia de costa a costa. Si la ley jurídica no impera, reinará la ley de la selva.
Azora que sea el Presidente, cúspide de la representación del Estado, quien desacredite y descalifique la fuerza legal del mismo. Algo está podrido en Dinamarca, diría William Shakespeare.
Dos días después de esa aciaga declaración presidencial, vino otra de sentido distinto aunque menos categórica, que no rectificó la primera, y sí amplió la perplejidad. ¿Cuáles son las ideas reales y firmes detrás de las decisiones del presidente?
Si miramos al Estado no desde la perspectiva jurídica sino sociológica, el peine comienza a aparecer: la legitimidad del régimen, en múltiples aspectos, está socialmente impugnada. No el consenso sino el disenso es dilatado respecto a los resultados sociales de la política económica.
No hay consenso suficiente respecto a la política exterior. Hay un disenso inmenso en relación con el status socioeconómico en que se ha mantenido a las comunidades indígenas y respecto de la vía política seguida por el gobierno para enfrentar esa enorme injusticia social. Hacia las reglas electorales, el consenso aún es frágil. El disenso hacia el centralismo político es aún muy amplio. La institucionalidad del aparato de impartición de justicia padece un disenso descomunal. Y más.
Ese conjunto de situaciones involucra a una gran cantidad de disposiciones jurídicas que, de este modo, se halla también en graves faltas de legitimidad social.
Tal el drama. La cultura de apego a la ley es paupérrima. Tanto que algunas encuestas entre proporciones significativas de la sociedad han mostrado la bárbara idea de que las leyes que se cree injustas, no tienen que ser obedecidas. En tanto, el régimen, debido a su falta de legitimidad, despliega una pedagogía social y política por la cual actos diversos fuera de la ley pueden prevalecer impunes, porque no siente el propio régimen la capacidad de usar la fuerza legal del Estado sin profundizar sus graves problemas de legitimación.
Se refuerza así la cultura de la ilegalidad. Renuncia el régimen a una didáctica social que supere ese problema histórico, en aras de una legitimidad de corto plazo que, desde luego, difícilmente se alcanza abdicando las obligaciones que tendría que reconocer le impone el estado de derecho.
Una didáctica de tal naturaleza es un proceso que tiene que partir del lamentable estado de cosas que priva hoy en la materia. Pero debe comenzar un día en algún punto. De no ser así, estérilmente el régimen seguirá intentando resguardar su legitimidad, como ha ocurrido en el presente conflicto universitario, a costa de una institución de Estado de la relevancia de la Universidad Nacional.