Decía Camus de Kafka que su arte residía en que llama a la relectura; este hecho venció su pulsión de derrumbe y catástrofe. Aunque el creyó que no, su entrecruzamiento fue liberador, puente duradero hecho, no piedras de Praga, sino palabras.
Kafka sabía, entre unas pocas cosas, que los puentes no deben voltear, porque se caen con lo que traen encima. Una maldición como de Lot, y un alivio. En su intersección se cruzan, sin tocarse, los que pasan y lo que fluye (puede ser agua, puede ser sólo viento).
Así como para Kafka el pasaje del puente es una prueba, la cual como buen bufón seguramente no pasará, para los simultáneos destinos en el puente de San Luis Rey, Wilder construye una casualidad más propia de la muerte, con reminiscencias, historia, fatalidad que tiene a Dios de testigo. Un grupo de desconocidos coincide en el San Luis Rey el día que se desplomará. Es decir, el único día de su negación, sólo los últimos instantes de una larga existencia armónica, como lo refiere también Kafka al chocar contra las piedras del fondo, que durante tanto tiempo lo vieron tranquilamente desde el agua.
Impelido también por la tragedia, Traven, Salgari para adultos que siempre fue (elogio pírrico) ubica su puente en la selva.
Los puentes dan un vivir extremosamente, como a los amantes del Pont Neuf de la película de Carax: clochards de arriba y no de abajo.
Dan sombra a los vencidos que se ocultan o acomodan a pasar la noche o la lluvia: no es lo mismo el de Brooklyn que un amor teleférico.
El puente de Apollinaire en cambio se siente eterno. Será por París, será su juventud en ese entonces, vive tal destino como un problema más de los días que suyo propio. ``Cómo es la vida lenta, y la esperanza violenta''. Reto al arqueólogo, es un piso de permanecer, con ánimo de canción de Edith Piaf: Sur le pont Mirabeau coule la Seine.
Hay lugares; ya vez Monet. De los puentes de Venecia dicen que son para pasar bajo ellos, porque los verdaderos puentes se llaman góndola. Lo dicho es trampa. Todos hemos ido en ferry o panga, aunque sólo fuera por no atravesar a nado la bicicleta. Igualmente apócrifos resultan los modernos ``puentes aéreos'' de los siempre peligrosos salvadores.
El género ``transbordador'' se emplea donde los puentes faltan, y en su trayecto nos igualan, según Montale ``al absorto de la ribera, el pescador de anguilas''.
Los adictos a la autoridad y el orden gustan de instalar en puentes sus fronteras. Los principales accesos terrestres de México, sin ir más lejos, se controlan en su mayoría por puentes. Allí se dosifican de pueblo mexicano Estados Unidos. Y México al sur, de centroamericanos.
Más los traductores que los carteros y mensajeros, se comparan a los puentes porque un lado no es el otro. No participan entre los dones de Mercurio, ciertamente, ni son alados, y conducen.
En la actualidad los correos son electrónicos, telefónicos, ultrasónicos; más inquietantes resultan los puentes inalámbricos que trasladan estampa y texto a control remoto, y aunque es remoto, el control es todo.
Todo puente acontece en el aire, agarrado en un extremo por los pies y en el otro con los uñas de las manos. Rígido o colgante, de hierro y hormigón, de palo y alambre, de uno al otro lado se conserva uno y une.
``El aire está tan densamente amasado como la tierra; no se puede salir de él, y es difícil entrar'', dice Mandelstam, para quien ``el aire tiembla de comparaciones''. Habla de lo inescapable de la libertad, se refiere a la madera de los bosques, les desea rechinar. Piensa en la rural composición del peso de la carga que cruzará. Si algo está atrapado dentro del aire, a modo de raíz, es un puente.
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Tendido al alba, como al anochecer y a las otras horas, inamovible, más constante en su material de piedra que el inestable paisaje de las plantas.
Para pisar y rodar lo construyeron prontamente los primeros que lograron pasar, tiene ya tiempo. Por eso, y como nidero de golondrinas y murciélagos por abajo ha servido. Lo bueno es que al guano lo arrastra el río.
En su permanencia, dicen que más de un siglo, abundante basura han cobijado en la cintura sus riscos. Moradas, las campánulas abrazaban arbustos en ambas orillas, tintineaban su silenciosa morning glor y llevadas por el viento, y asomaban al abismo que no cruzarían. Su sitio en la atmósfera era ese mientras vivieran. Flores, qué quiere un puente flores, refunfuñaba este, pero qué sería su duración sin ellas, una pieza inorgánica y aburrida
¿Acaso piensa un puente? En absoluto. Si nunca sabe qué pasa sobre su espalda plana, y no responde de las aduanas que le pongan. Vamos, ni siquiera de los barandales.
Por una vez, tuvo el estremecimiento de una idea. Tantos se han asomado encima que decidió asomarse y ver cómo se siente. Ni vértigo, ni vio nada. Entonces pensó con desenfado: ¿qué tanto se asoman al río si con cruzar les basta?
(Nota al pie. El agua es el vehículo de la naturaleza, decía Da Vinci. Y los puentes serían vehículo, como los caminos, de los zapatos. Y entonces, la optimista profecía del propio Leonardo acerca de los zapateros: ``Los hombres verán con placer gastar y romper sus propias obras'').