La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999



Juan Villoro


DOMINGO BREVE


La novela de Borges



Entre sus muchos asombros, la obra de Borges depara la refutación de la inmortalidad. ``El milagro secreto'' trata, precisamente, de un judío que se salva de ser fusilado para ingresar a la tortura superior de ser eterno. Jaromir Hladik, condenado a muerte, obtiene la ambigua gracia divina de que la descarga se detenga antes de dar en el blanco; queda atrapado en un instante imóvil: puede ver la bala que sólo avanzará cuando regrese el tiempo. Hladik encara un mundo idéntico para siempre; ruega entonces porque el milagro se revierta y el proyectil avance y lo aniquile. La sobrevida es, en este caso, una variante lúcida, y por ello más atroz, de la muerte.

En ``El inmortal'', Borges castiga a su protagonista de modo menos obvio. Un hombre atraviesa un río que concede la vida eterna y en el decurso de los días advierte que disponer de una biografía infinita carece de sentido; es un lastre incesante y monótono. En ese destino sin sobresaltos, la imposible muerte se vuelve una dádiva. El protagonista busca un segundo río que conceda la aniquilación.

Perdurar sin tregua es una pesadilla borgiana, no sólo en lo que concierne a la existencia física, sino a las palabras y las imágenes. Con calculada ironía, Borges reclamó para sí la meta última de todo autor: el olvido. Sin embargo, su obra fue un continuo ejercicio de la memoria, una vindicación de nombres que merecen ser recordados. Como figura literaria, quiso ser un escritor sin circunstancias, a quien no le ocurría otra cosa que libros. Detestaba las investigaciones freudianas que reducen a un poeta a ``las indiscreciones de sus amigos''. El hecho central de su vida, lo dijo muchas veces, fue el descubrimiento de la biblioteca de su padre. Esta doméstica versión del infinito lo llevó a urdir tramas a partir de inesperadas asociaciones; ahí encontró asuntos eternos que la época volvería borgianos (el doble, el laberinto, las manchas del tigre, el papel revelador del sueño) y estímulos tan variados como el sufismo persa, la novela policiaca, la milonga criolla, el cálculo de Leibniz, la música verbal de Shakespeare, Schopenhauer leído como autor fantástico, la levantada voz de Walt Whitman, las aventuras de Huckleberry Finn, escritas en colaboración con el caudaloso Mississippi. Elogiar, o incluso describir, las lecturas borgianas merece el Premio Perogrullo. Más útil resulta compartir la perplejidad de Ricardo Piglia: en Borges la erudición opera como una sintaxis, una oportunidad de armar el texto. En muchos casos, la erudición borgiana resulta inconfirmable o directamente falsa (Historia universal de la infamia es un perjurio deliberado: Borges narra las trayectorias de sus infames distorsionando los datos históricos). Ni siquiera en el ensayo cede al ánimo proselitista de demostrar una teoría (``prefiero, como los chinos, que los demás tengan razón''); su inteligencia establece conexiones inauditas, busca ideas por razones estéticas, transforma el ensayo, la cita, la nota de pie de página, la exposición de un sistema de creencias en formas de la invención. Su idolatría por Macedonio Fernández deriva, en parte, de la atracción que siente por el autor como inteligencia suelta, no esclavizada ante la forma. Macedonio abandona sus manuscritos en sus constantes mudanzas, publica libros menores y atesora una vasta literatura oral que se extinguirá con él. El culto a este voluntario renunciante dio lugar a otro juego: Borges se juzgaba tan personal que negó el ultraísmo queriendo escribir un poema ``ultraísta''; sin embargo, aceptó con gusto haber plagiado a Macedonio, cuya opus magna era virtual.

Quien escribió Historia de la eternidad resulta inconcebible sin los trabajos de su memoria; sin embargo, el recuerdo absoluto es para Borges una anticipación del infierno. Su último relato, ``La memoria de Shakespeare'', trata de un hombre invadido por una memoria estupenda y ajena: tristemente es Shakespeare en otro destino, y ``Funes el memorioso'' hace del recuerdo perfecto una especie de idiotismo, un archivo sin ideas. Sólo el olvido puede sanar esa afrenta mental.

Borges no se ha librado de las taras de la inmortalidad y la memoria. Con todo, ésta no es la paradoja mayor de su sino. Para sus seguidores (todos lo somos), lo más difícil es distinguir su originalidad, la escritura que concibió como un ejercicio liberador, ajeno a las retóricas que se pretenden inmutables y al inútil afán de naturalidad. La literatura es un artificio consciente de sí mismo, sin otra justificación que el placer de leerlo. Este minucioso artefacto suele brindar sorpresas minoritarias. Durante décadas, Borges escribió a contrapelo de las modas hasta que adquirió estatura de leyenda (el ciego profético y pintoresco que supuestamente fue conocido por miles de oportunistas que nunca vio) y, de modo más profundo, modificó la noción entera de la literatura. El repertorio de temas y técnicas borgianos se encuentra tan asentado que, en mayor o menor medida, es rastreable en cualquier autor contemporáneo que no se llame como él.

A Borges le aburría la novela, género voluntariamente imperfecto, que asimila arbitrariedades formales y, en su inmoderada extensión, acepta acciones por mero automatismo. Sin embargo, el humor fue pieza clave en sus mecanismos literarios y quizá aceptaría que su posteridad semejara una novela: el autor esquivo, insumiso, que negó la eternidad y acabó asociado a ella, no por un relato o cierto dístico, sino por asimilarse a la suerte de una lengua.

¿Podemos advertir el temple singular del inventor de nuestra compartida modernidad? Las obras más poderosas corren el albur de transformarse en hábitos del lenguaje: ``Hablar es resignarse a ser Góngora.''

Numerosos restoranes y cantinas del mundo hispanoamericano se llaman ``Las quince letras''. El lema tiene gracia porque se describe y es al mismo tiempo. La misma cifra cabalística forma el nombre secreto y conjetural que damos al idioma: Jorge Luis Borges.