La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999
En la página 45 de Las batallas en el desierto, uno de nuestros escasos libros clásicos que gozan de fama pero además de numerosos y cadaÊvez más jóvenes lectores, José Emilio Pacheco hace el retrato de Carlos, ese niño héroe que se atreve a entrar en el más solitario de los combates. Cuando el psiquiatra lo interroga sobre aquello que más detesta, el personaje responde: ``La crueldad con la gente y con los animales, la violencia, los gritos, la presunción, los abusos de los hermanos mayores, la aritmética, que haya quienes no tienen para comer mientras otros se quedan con todo; encontrar dientes de ajo en el arroz o en los guisados; que poden los árboles o los destruyan; ver que tiren el pan a la basura.''
Quien conoce la obra de José Emilio Pacheco, o ha gozado del privilegio de su cercanía, puede hallar en las características anteriores un retrato del autor. La personalidad de Carlos, el niño que en su edad adulta tiene el valor de recordar, es un resumen de los valores defendidos por José Emilio Pacheco, ésos que lo han llevado a construir una escritura que admite varias fraternidades pero que al final nos deja con la sensación de estar ante un estilo que, por diversos motivos, hacemos inmediatamente nuestro. Mis alumnos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, que para el curso Historia y Literatura leyeron Las batallas en el desierto, me agradecieron haber compartido con ellos la odisea de Carlos y no haber necesitado acudir al diccionario para descifrarla. Para un miembro del Colegio Nacional, que pertenece a tan alta institución por el modo cimero en que utiliza el lenguaje, semejante opinión parecería una ofensa. En el caso de José Emilio se trata de un elogio y un agradecimiento. Elogio, porque la limpieza de su sintaxis es fruto de una intensa lucha con el lenguaje; agradecimiento, porque pocos ejemplos tenemos en nuestras letras de una correspondencia tan fiel entre las palabras y las cosas.
El altruismo y las buenas intenciones no bastan para hacer literatura. En un amplio espectro que va de John Donne a Mafalda, José Emilio Pacheco sufre auténticamente como si cada una de las dolencias del mundo fueran la suya. Lo admirable
es que, con base en las rebeliones inmediatas que todo ser sensible experimenta ante los desequilibrios del mundo, él haya podido construir una obra unánimemente admirada por su compleja sencillez, por su envidiable claridad, por su honestidad avasallante, por su maestría para borrar la primera persona del singular y fundirla, imperceptible y permanentemente, con la primera persona del plural. José Emilio Pacheco ha logrado, con sus letras articuladas en los diversos géneros, el triunfo del nosotros considerado como obra de arte.
Existen los escritores que construyen la gran obra y después guardan silencio. Y existen los que piensan que no basta romper el cerco individual, sino que es necesario volver a decir de otro modo lo mismo. En 1956, un muchacho de diecisiete años publica en la revista Estaciones su ``Tríptico del gato''. El texto parece ser obra de un autor experimentado: la cuidadosa disección del animal doméstico y siniestro está realizada con la maestría con la cual Durero reprodujo cada uno de los detalles en la armadura natural del rinoceronte, o con el buril seguro y obsesivo con el cual un maestro mexicano de José Emilio, Juan José Arreola, trazaría cada una de las criaturas de su Bestiario. Más que el hallazgo metafórico, la idea que modela el concepto; más que el retrato lírico, el ensayo que es conceptualidad musculada, sabiduría esencial. Todo parecía anunciar, en ``Tríptico del gato'', que ese joven autor, lector tanto de Jules Renard como de tratados de zoología, era de la estirpe de aquellos que labran libros perfectos. Cuarenta y tres años después, José Emilio Pacheco es el hermano más fiel de ese joven: aún es el niño grande, rebelde ante los entuertos del mundo pero ahora es también el maestro que enseña sin pontificar, que ilumina sin querer deslumbrar, que rescata sin exigir una recompensa ni siquiera nominal. ``En defensa del anonimato'', título de uno de sus poemas, es una fe de vida y uno de los principales emblemas de su quehacer.
Entre 1963 y 1967, el joven José Emilio Pacheco publicó tres libros perfectos, articulados en diferentes géneros: los cuentos de El viento distante, los poemas de Los elementos de la noche y la novela Morirás lejos. Tradición y vanguardia, clasicismo y experimentación, se daban la mano en los trabajos de un autor que parecía haber nacido hecho. Sus temas y obsesiones pasan en esas obras lista de presente: la solidaridad con los condenados de la tierra, el huracán implacable de la Historia, la materia en constante transformación, la infancia como territorio del descubrimiento y como anticipo del futuro desastre. Sin embargo, nunca los concibió como obras terminadas. Sus libros son como la obra maestra de Michael Ende, la historia interminable y, en su perfecto mecanismo, cada una de sus piezas narrativas es un ejemplo del género. En sus homenajes a la pulp fiction, José Emilio es nuestro Tarantino; en sus magistrales cuentos de fantasmas, no olvida el consejo de Montague Rhode James en el sentido de dejar la puerta levemente abierta con objeto de permitir, mínimamente, la explicación racional. En Morirás lejos obliga a replantear las estructuras narrativas tradicionales, en una novela que aún hoy mantiene su vigor formal y su peso moral.
Maestro en todos los géneros literarios que cultiva, José Emilio dejó de apostar todas sus cartas a la idea de El Libro, para emprender, mediante textos breves e intensos, un combate contra la ignorancia, la indiferencia y el olvido. Con sus ediciones, prólogos, notas e inventarios, José Emilio es uno de los más importantes historiadores y críticos de la literatura mexicana, uno de nuestros auténticos educadores. Su importancia proviene no sólo de su fecundidad sino de su preocupación por aventurar nuevos juicios o por corregir rumbos trillados. El gran escritor se adelanta, en la práctica, a los teóricos literarios. La intertextualidad, la deconstrucción, la escritura del desastre, son constantes en los textos de José Emilio, siempre de manera activa, nunca como ejercicios de retórica. A él no se le ocurriría llamarse historiador de las mentalidades, pero sus inventarios constituyen, en conjunto, un Tratado de la Vida Privada como no lo ha hecho ninguno de nuestros historiadores, sobre todo de un siglo contra cuyos desastres no ha dejado de advertirnos y cuyos esplendores ha celebrado.
En la feria de vanidades de nuestra República Literaria, José Emilio Pacheco es el autor incómodo. La versatilidad de su trabajo lo hace indefinible; no concede entrevistas, casi nunca presenta sus libros, se niega rotunda y valientemente a responder encuestas sobre temas de los que se espera que el escritor sepa todo. La modestia es su principal enemiga pero también el arma que se vuelve contra quienes, en busca de elementos para criticarlo, lo quisieran más mundano, más débil, más expuesto a las mezquindades de nuestro a veces tan innoble oficio.
José Emilio es uno de nuestros grandes escritores porque es el más inseguro de todos. Su exigencia es una de las lecciones que nunca agradeceremos suficientemente. No se trata sólo de que todo lo hace bien, sino que en cada una de sus actividades propone caminos nuevos. Sus intentos, en su opinión modestos, y que son auténticos logros, siempre trascienden la primera intención. A fuerza de huir de la originalidad, es uno de nuestros escritores más originales. De ahí que cada vez sea más común la frase ``yo quisiera hacer esto como lo hace José Emilio''.
En un fin de siglo donde la palabra libro comienza a ser sustituida por el término soporte papel, José Emilio ha sido fiel al texto impreso, en una que es, literalmente, columna de la cultura mexicana, de la cultura desde México. Pocos espacios nuestros gozan del horizonte de expectación de Inventario, palabra que, de acuerdo con María Moliner, significa ``Lista de lo encontrado. Lista de cosas valorables''. En cualquiera que lo practica, el oficio es motivo de gratitud. Si quien lo firma es el monograma JEP, entonces es digno de nuestro homenaje. José Emilio descubre, pero nos hace creer que está encontrando y, más aún, que nosotros con él somos responsables y partícipes de la iluminación. Quiere ser el cronista en su más original sentido, la conciencia de la tribu, el encargado de mantener viva la llama de la historia. En un volumen que reúne colaboraciones de su columna Excerpta, Edmundo Valadés, siempre sabio y galante, escribió la siguiente dedicatoria: ``A José Emilio Pacheco, que lo hace mejor.'' ¿Por qué cada Inventario es leído, disfrutado y atesorado, más allá de la intención pragmática y presente para la cual fue escrito? Difícilmente habrá un lector suyo que no conserve alguno de esos Inventarios donde el autor reinventa el término donde todo cabe: la agudeza de José Emilio, su amor a la verdad, su huida del lugar común lo obligan en cada una de sus jornadas a dar fe de las cosas como si por primera vez ocurrieran. Para citar una de sus obsesiones más caras, aquellos textos donde habla de temas familiares son como el naufragio del Titanic: aunque todos conocemos las líneas generales de la historia, siempre queremos que nos la vuelvan a contar. Si quien nos la dice se llama José Emilio Pacheco, entonces no dudamos. De Nahui Ollin a la anatomía de la torta, de las diversas hipótesis sobre el asesinato de Alvaro Obregón al silencio de Jean-Arthur Rimbaud, de la indagación sobre el murciélago a los innumerables y siempre nuevos retratos del mar, José Emilio no propone ni dispone: expone. Sus lectores no tenemos más remedio que aceptar las conclusiones del más dotado de nuestros Sherlock Holmes, que siempre deja atrás a los numerosos Lestrade que firman y cobran en la nómina de nuestra academia. Visionario y erudito, detective y juez, José Emilio tiene una especial habilidad para encontrar misterios donde otros miran soluciones fáciles.
El trabajo de José Emilio Pacheco que convencionalmente llamamos periodístico, tiene en la tradición mexicana una genealogía particular. De Luis de la Rosa a Francisco Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano a Manuel Gutiérrez Nájera, de Amado Nervo a Martín Luis Guzmán, José Emilio pertenece a la estirpe de autores que pudieron haberse dado el lujo de labrar la obra maestra, como lo hicieron, pero además cumplieron el deber de registrar en la página efímera el momento que pasa. Escritores profesionales, trascendieron el qué para insertarse en la herencia más vasta del cómo. José Emilio escribe sobre todo y sobre todos, pero siempre para hallar la nota nueva o señalar el camino para el futuro investigador. Quien se enfrenta a sus textos de una claridad apabullante, no sospecha las horas de trabajo detrás de cada palabra ni las numerosas lecturas necesarias para llegar a la síntesis. He leído varios trabajos sobre Amado Nervo. Ninguno me ha dicho tanto como la página dedicada por José Emilio al poeta nayarita en la Antología del Modernismo. Como ese, los ejemplos podrían multiplicarse. Basta que un escritor nos marque con una frase para que la memoria del mundo no se pierda, para que como animales lectores no sucumbamos.
Hablar en Monterrey sobre José Emilio Pacheco conduce de manera casi inevitable a recordar a Alfonso Reyes. Talento, poligrafía y preocupación universal son cualidades que evidentemente los hermanan, pero es justo establecer también sus diferencias. Alfonso Reyes decía que publicar era una forma de limpiar de papeles el escritorio. Con todo, Reyes creía en la transformación de lo periódico en permanente: la odisea no siempre afortunada de la página del diario a la del libro. En este sentido, José Emilio es el peor enemigo del interesado en su obra pero, al mismo tiempo, y por ese motivo, su mejor aliado. En alguna ocasión, la UNAM y la Editorial Era planearon el proyecto de publicar íntegramente los Inventarios. El trabajo de recopilación lo había realizado, paciente y amorosamente, sin becas ni estipendios institucionales, Carlos Muciño, de ocupación lector de José Emilio y uno de sus mejores geógrafos. Con ejemplar obstinación, cortés y convincente, José Emilio se negó hasta que los editores desistimos del intento. Su principal argumento: la palabra, fulgurante en el momento de la articulación,Êse pierde en esa forma de cárcel que es el libro consagratorio y a veces amedrentador. Los libros que leímos, ávidos y vírgenes, pobres y felices, en ediciones baratas durante nuestra adolescencia, pierden su frescura en los volúmenes marmóreos.
Ser poeta y ser inteligente es una de las dualidades más difíciles de sobrellevar. José Emilio nació con ambas alas, y si su obra tiene esa tensión esencial es porque su actividad primordial es la poesía. Su poesía es de una lucidez amarga, pero no deja de creer en los milagros que justifican la vida, que nos salvan para llegar de un día al otro. José Emilio nunca emociona a su poesía y por eso nos emociona. Si sus dos primeros libros lo muestran continuador de la gran tradición de la poesía como fiesta del intelecto, a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo da un giro radical. Es la época cuando Marshall McLuhan define al tercer planeta como una aldea global. Sin abandonar su preocupación por lo mexicano, José Emilio mira la tierra, sus devastaciones, sus ruinas, pero también sus treguas y epifanías. Su poesía se convierte en un inventario del paso de los días, donde no cuenta el testimonio personal sino se privilegia la voz del poeta. En sus libros de expresión cada vez más depurada, dentro de su difícil sencillez, José Emilio brinda una constante lección del maestro, un permanente examen de la vista. La concesión del Premio Internacional de Poesía ``José Asunción Silva'' a El silencio de la luna constituyó el triunfo de una poesía que no se parece sino a la poesía de José Emilio Pacheco: enumeradora, exploradora, recolectora, la poesía como gran Historia de los sin Historia, de lo sin Historia. José Emilio es pesimista, pero nunca misántropo. Si bien ha dejado de creer en el hombre, no ha dejado de pensar en él y, por lo tanto, de amarlo. Por eso hablamos de él y con él, para agradecerle su fecunda existencia.
Dice Frédéric-Yves Jeannet, uno de los más cercanos camaradas de Michel Butor, que cuando el veterano de la nouveau roman llega a un hotel y se encuentra en el difícil trance de llenar la tarjeta de registro, al llegar al renglón ocupación, Butor escribe Jubilado. No escritor, ni novelista ni poeta, sino la palabra que sintetiza la condición laboral que, concebida para la felicidad, resulta trágica para el común de los mortales. Estoy seguro de que José Emilio, al igual que Butor, jamás se autonombraría escritor sino prefiere seguir escribiendo. En lugar de dormirse en sus merecidos laureles, prefiere leer con la frescura, la pasión y el desinterés de sus años mozos. El pretexto para escribir estas líneas es el cumpleaños número sesenta de José Emilio Pacheco, un autor en pleno ejercicio de sus facultades y que, por su entrega y fidelidad a las letras, se resiste a ser llamado hombre de letras. En el fin del siglo XX, del cual ha sido apasionado y brillante cronista, poeta, narrador, historiador y traductor, mantiene su lealtad a la voz del niño que desde el Parque Hondo busca su jardín en la Tierra; al que se enamora sin esperar otra recompensa que el honor; al que, como Andrés Quintana, escribe un cuento y se juega la vida; a todos esos personajes que, creados por él, ya no son él sino nosotros, esa primera persona, plural y agradecida, que lo sabe hermano y maestro, compañero en esta isla a la deriva que él hace más soportable.