La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999
Una voz poderosa la de Olga Orozco, una voz capaz de convocar, en medio de las diferentes crisis del lenguaje poético -puesto en juego como nunca en este siglo ante los embates de la historia- un sedimento mítico-simbólico que en el presente echamos de menos. Una voz personal, enunciada con la convicción y la presencia poética que determina un lugar a contratiempo, un lugar que se establece porque sí, sin permiso de la contingencia. La poesía de Olga Orozco encuentra lugar por medio de la imagen, por la capacidad imagística de la palabra poética de transfigurar la realidad, no sólo de competir con ella en la creación de un segundo mundo. O tal vez por reconocimiento de que el hombre está, en relación a la creación, en segundo lugar, en un lugar no original. En la poesía de Olga Orozco la memoria de la palabra poética se presenta como una invocación, como un imán que atrae tiempos imaginarios disímiles, críticos de toda posibilidad de volver histórico al imaginario. Su posición es completamente lírica: ``Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero''. Sin embargo, no es pudor lo que hace derivar la primera persona del singular al lugar más singular de la segunda -de todo hombre- para que, desde allí, pueda reconocer su finitud. Es conocimiento, un saber que en el poema no hay demasiado -en el poema o en la memoria del poema- para desplantes posesivos: en el poema, en Olga Orozco, que actúa como una necesidad presente de la poesía, como si una larga cadena de convocados fuera emergiendo según la necesidad poética planteada por el tiempo.
La poesía de Olga Orozco parece tener claro que la poesía no es una cuestión de elección sino de obediencia. La cuestión es todavía órfica, con la dificultad con que el lenguaje de esa tradición puede hacerse presente en una realidad dominada por el impulso de la técnica y su velocidad particular. El lenguaje poético tiene entonces que surgir como un surtidor potente, literalmente reventar el suelo y lo que está, como mundo, establecido tentativamente sobre él y producir reordenamientos, cambios de nivel, apariciones. El que surge no es un imaginario nuevo: es un imaginario relegado; nada más lejos de cualquier novedad que una poesía que se plantea como memoria esencial o como una posibilidad esencial de la memoria. Lo que parece oscuro en la poesía de Olga Orozco no es oscuro más que enfrentado a una luz superficial. En todo caso es hondo, por la conciencia de la profundidad de esa luz. Sorprende su seguridad para distribuirla. El verso largo mide la capacidad de su duración. La apoyatura en el versículo no vuelve a la dicción profética quizás por esa especie de timidez que hace confrontar lo dicho a gran altura del suelo con ese hablante -no yo: hablante- que sabe que la dicción subterránea que manifiesta lo órfico reñirá con un presente de lenguaje poético que duda todo el tiempo de sí mismo. La poesía del siglo XX aprendió a dudar de su lenguaje como si fuera el mismo lenguaje de la razón. Dudó de la materia de la palabra, dudó de la sintaxis. Y dudó, también, de la capacidad del imaginario para rehacer la desgastada unidad verbal. Cayó en el sinsentido de su lenguaje pero no valoró -salvo excepciones- esa caída en el sentido que le da San Juan de la Cruz: ``También el sinsentido es sagrado.'' La poesía de Olga Orozco tomó distancia del abismo, pudo prever -quién sabe por qué- ese desastre lógico y está presente con la fidelidad que sólo alcanzan los grandes poetas.