La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999
Guy Davenport,
El museo en sí,
Aldus/Conaculta
México, 1999.
G.D.
Cuando nació Guy Davenport en 1927, su ciudad, Anderson, en Carolina del Sur, construida en 1826 sobre tierras pertenecientes a los cheroquis, tenía sólo un siglo más que él; sin embargo, gozaba ya del prestigio peculiar del ``Deep South'', esa mezcla de extravagantes tributos grecorromanos y barbarie que ha colocado a toda la región en una perenne e imaginaria antiguedad. Fue ahí, en ese minúsculo enclave de mitos encontrados, donde Davenport celebró dos ritos de iniciación: leyó su primer libro -las aventuras de Tarzán-, y consumó en carne propia la artimaña de todo lector cautivo: la de evadirse. El origen de ambas experiencias se debió a una visita amistosa y casual de su vecina, la Sra. Shifflet, cuyo hijo encarcelado había sido, según ella, un voraz consumidor de las historias de Edgar Rice Burroughs. Por un impulso lleno de generosidad, la mujer quiso que otro niño compartiera esa manía y eligió como destinatario al pequeño Davenport. Empezó entonces la lenta vida del espíritu.
Si ya antes los padres y maestros de Davenport lo consideraban un retrasado mental, esta nueva costumbre de pasar horas silenciosas mirando páginas no hizo más que confirmar las peores sospechas de aquéllos. Ahora, además de tonto, era excéntrico. De Tarzán pasó a Victor Hugo y se enfrentó con el dilema de que leer no equivalía necesariamente a entender. Apareció entonces el segundo personaje de su génesis literaria: la tía Mae. En la escasa biblioteca dejada por un marido muerto podían encontrarse libros de Robert Louis Stevenson y de James Feinmore Cooper, autores que volvieron a sumergir a Davenport en la perplejidad, pero también volúmenes ilustrados, sobre todo uno de Pompeya y Herculano que le permitió descubrir su verdadera afición: ``Y así me di cuenta de que lo que me gustaba de leer era aprender cosas que no sabía.'' Con esta conciencia de ignorarlo casi todo, Davenport fue colmando las largas jornadas de Anderson, alimentando un hambre cuya índole exacta le resultaba inasible y creando una sensación de pasado, el suyo propio y el del lugar. Al igual que Proust, quien escribió que los libros de la infancia dejan en nosotros una huella nítida de los días y los sitios donde los leímos, Davenport adquirió con la lectura una noción íntima de su propia geografía: el recuerdoÊde un ``cuarto, la silla, la estación''. Y también un sexto sentido para descifrar siempre el camino más directo que lo llevaría de nuevo hacia el hechizo de ese asombro rudimentario.
Todo lector tiene su genealogía. La de Davenport es tan modesta que parece arquetípica. A cualquiera podría sucederle ese momento propicio en que uno se roza con la fórmula mágica de una tía y de una vecina y el día se graba en el lomo de un libro, una luz y un viaje indistintos donde las palabras no se escuchan, se ven, y el vapor que se desprende de la imagen no es homérico, como quisiera la alcurnia, sino que proviene de un embrollo de Tarzán con los buitres en el desierto. Nada semejante, pues, a la envidiable escuela paterna que describe George Steiner en Errata, donde a los ocho años de edad el niño ya se sabe de memoria las diatribas de Aquiles en la Ilíada. Tampoco es como la retahíla de tutores que van enseñando a Nabokov y a sus hermanos la literatura canónica de todos los idiomas menos el suyo. Lo de Davenport es tan ordinario que resulta posible y es tan posible que se asemeja a una liturgia que podría incumbir a todos los hombres. Su primera lectura tiene la penuria de un símbolo, de una lección hierática y fundadora; en su caso, además, se acabó asumiendo como método de conocimiento y se convirtió en el puntal de esa sencillez filosófica que, según él, le ha permitido conducirse en la vida y, quizá involuntariamente, ha conformado también su propia práctica literaria.
Esta sencillez está vinculada con una invención: la de su propio daimon, el dios tutelar de las idiosincracias de su primera persona, del ``yo autoral'' como lo llama Davenport. Frente a la mera psicología y el impulso de abolirla eligió un hábito socrático probado por el tiempo. Su daimon no conoce Anderson, ni Kentucky (donde ahora Davenport vive y da clases). Tampoco percibe todo lo que percibe su discípulo. A lo mucho comparte con él la incomodidad de vivir en un imperio. Pero el suyo es ya intemporal; un lenguaje y una actitud, cierta atmósfera moral que no excluye la decadencia ni el juego noble y peripatético de la pedagogía. Así lo describe Davenport: su daimon, su gran amigo ``...fue un poeta menor en el otoño del imperio romano, atento, tímido y pensativo''; un maestro fastidioso y exigente cuyo idioma es el latín y cuya tierra prometida es el griego; un literato que, cuando se ve obligado a escribir en inglés, opta por el tono más idiomático y llano, sin dejar nada fuera, sobre todo su erudición, y que desprecia la literatura concebida como expresión personal porque prefiere la que reproduce los instintos evasivos de la lectura y nos saca de nosotros mismos, pues ``todos estamos atrapados dentro de nuestras mentes''. En resumen, un demiurgo cuya labor consiste en regir con indulgencia estoica el ejercicio privilegiado de una triple vocación: la del lector, la del traductor (precisamente del latín y del griego) y la del escritor de poesía, cuentos y ensayos.
A esta ética de cabecera, a esta mirada por encima del hombro, le corresponde un arte. Davenport, estudioso de la era de Pound y de Joyce, ha hecho el suyo con fragmentos. Muchas veces, sus ensayos son una muestra depurada de simultaneísmo, una acumulación de efectos más que de soluciones, de apuntes más que de ideas. Podría decirse que Davenport escribe como si estuviera leyendo y que su estética -su teoría del texto, por usar una terminología aún más inexacta- es una especie de mise en scene de ese acto que él mismo considera más misterioso que la escritura: leer. Por eso, quizá, en sus ensayos el pensamiento es un modo de aprendizaje, no tanto una trama reflexiva. Y lo que uno aprende es que, bien mirado, por la vía imaginativa todo tiene que ver con todo, lo cual parece menos una verdad de perogrullo que una sentencia esotérica. Sin embargo, es tal la fuerza ordenadora de Davenport que el resultado se revela con la densidad de un fenómeno empírico.
En ``La geografía de la imaginación'' -ensayo con que abre El museo en sí, la excelente antología de Davenport que preparó Gabriel Bernal Granados (Editorial Aldus, 1999)- se plantean las coordenadas de este espacio infinitamente metamórfico. Al comienzo se postula un vínculo de inverosimilitud entre el Partenón y el World Trade Center, entre una copa de vino francés y un tarro de cerveza alemana, entre Sófocles y Shakespeare, entre un caballo y una bicicleta; la diferencia, dice Davenport, es ante todo un problema de la imaginación. Bajo esta premisa, cualquier semejanza es concebible y el mundo entero cabe en cualquier lugar. De Edgar Allan Poe, pasando por Heráclito, Valéry, Carlyle, George Eliot, Sully, Spengler, Frobenius y Braudel, hasta llegar al famoso cuadro Gótico americano de Grant Wood, Davenport comprueba el rastro de una evolución y casi concluye que la obra de Wood estaba ya inscrita, desde el principio de los tiempos, como un episodio más en nuestro destino común. La argumentación es tan experimental que no pone en riesgo la credulidad. Como bien dice Davenport: ``Una geografía de la imaginación podría extender las costas del Mediterráneo hasta Iowa.'' Dicho así, tal postulado es irrebatible.
El fragmento es uno de los fetiches de ese extraño animal que se llama vanguardia. Davenport le da un matiz sagrado: lo denomina arcaico. Una vez más, Pound ocupa el centro de esta ceremonia donde la inteligencia se ofrenda al oficio de la pedacería. Extrañamente, la arqueología desempeña un papel radical. Hay dos vertientes. Primero, la del amigo de Davenport, Hugh Kenner, quien propone en The Pound Era que el origen de la escuela modernista anglosajona, de ``su musa en harapos'', es el descubrimiento de Troya por Schliemann en 1871 y de los pergaminos sáficos en 1896. Según él, ambos hallazgos le abren el camino a un segundo Renacimiento, donde las fábulas truncas conviven con la pila de piedras. ``Schliemann estuvo en Troya y todo el cosmos se alteró.'' Las ruinas se erigieron como el primer motor de la creación y como la zona habitable de un mapa que antes sólo era un refugio onírico.
La segunda vertiente va más allá. En su ensayo ``El símbolo de lo arcaico'' Davenport sugiere que la nueva estética culmina en Lascaux y Sarlat, en la paradoja de la absoluta contemporaneidad de los dibujos en una cueva y de la costilla labrada de un buey. Lo arcaico, dice, es uno de los grandes inventos del siglo XX, su forma máxima de modernidad y el surtidor de un lenguaje insólito: ``El descubrimiento físico del pasado generó un profundo estupor y una melancolía romántica, proveyendo a la poesía de un nuevo vocabulario de imágenes.'' También motivó otra versión de la tragedia, pues el mundo, bajo esa fórmula, no debía ya cultivar la nostalgia de una edad perfecta y primigenia, sino sus escombros. Curiosamente, la plenitud fue adquiriendo proporciones sospechosas, como si encarnara el mensaje de una mentira que desafía a su contraparte: el detritus de una estructura sublime y dilapidada. En este paraíso de la eterna reconstrucción lo arcaico y la arcadia no se definen como sinónimos, salvo cuando el artificio por fin logra congelarse en un estado moribundo y adopta entonces una apariencia de naturalidad. Se alcanza así el ideal: lo primitivo se eleva a la categoría de arte puro y, por sus líneas elementales, representa una prueba de que la belleza puede manifestarse sin superchería, de que el pintor de Lascaux y el grabador de Sarlat no contrajeron nunca los vicios de un estilo.
En Davenport las obsesiones son claras. Sigue a los pioneros de cualquier territorio, pero impone una condición: que el canon se haga y se deshaga en un flujo perpetuo, en una constante potencialidad que no rechaza la autodestrucción. Por más que sus temas abarquen un espectro amplio, no consiguen alejarse de un punto de vista que consolida sus convicciones a través de la reiteración. En eso reside su originalidad; la galería de figuras tan disímiles como Montaigne, Spinoza, Agassiz, Whitman, Marianne Moore, Wittgenstein, Charles Ives y Balthus se convierte en un álbum tan personal que, al recorrerlo, uno se siente como el poseedor de un secreto: Davenport nos ha enseñado lo que ni siquiera él sabía. Leerlo equivale a imaginarlo leyendo, a rehacer con él un rompecabezas en que cada pieza constituye un todo.