La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999
Por la mañana, Madre insistió en que el niño usara el traje gris a rayas de las ocasiones especiales, pero Georgie se negó a ponérselo. No dijo nada, sólo se sentó en el piso, debajo del grabado del circo romano de Giambattista Piranesi, con la cabeza entre las piernas. Madre comenzó a hablar con su voz de ducto sin agua. Siempre que eso sucedía, a Georgie le daba por jugar con los pies, pisando con fuerza cada vez que Madre usaba una palabra en inglés o francés (Madre solía hacerlo para darle mayor énfasis a sus regaños) o, de plano, haciendo ruidos de gaita con el hueco de las manos delante de la boca. Eso exasperaba a Madre. Esa mañana, los gritos y las gaitas salieron por el balcón, bifurcándose entre los árboles de la plaza San Martín.
Georgie se puso el traje gris a rayas. Fue peinado, rociado con una especie de aceite algo agrio, y besado en la frente. Fue un beso como muchos de esos años: cierta vergüenza pasiva llenaba a Georgie de un ligero odio que lo hacía echar la cabeza hacia atrás. Pero Madre siempre lo conseguía. Y, mientras se daba la vuelta para ir al comedor, Georgie se limpiaba la baba de la frente y sentía odio por el rubor en sus orejas. Conocía el camino hacia cada mañana.
Desayunaron en silencio. Madre embarró con mantequilla un par de panes tostados para el niño y ella se sirvió té. Mientras Georgie murmuraba algo para sí, la criada regaba las macetas de la terraza, arrastrando los pies. Madre decía algo sobre tomar mate, en vez de té, en vista de ``este día especial'':
-Es el final de la pesadilla, Georgie -dijo.
Pero el niño sólo podía pensar en el sueño de la noche anterior. Elsa subiéndose la falda, con la cabeza hacia atrás en una carcajada. Y Georgie queriendo meter la cara entre sus piernas, sin lograrlo: el hueco era demasiado estrecho y Elsa insistía en apretarle la cara con los muslos, hasta la asfixia. Sentía la piel húmeda en sus mejillas, pero también el duro hueso contra sus quijadas, y los ruidos del bosque de noche. Elsa, riéndose de él. Fue ahí cuando Georgie se despertó. Se metió al baño, se bajó el pijama, cerró los ojos invocando a Elsa, y escuchó a Madre caminando por la sala. Con terror, volvió a subirse los pantalones. Luego, fingió estarse lavando la cara.
-Tuve un mal sueño -explicó a Madre en la mitad de la noche. Madre nunca dormía.
-Es el final, ¿comprendes, Georgie? -decía ahora su madre, agitando el té con una cucharita.
-Seguro -respondió el niño.
El resto de la mañana, Georgie estuvo algo inquieto: abrió libros que no pudo leer, salió al balcón a mirar el paso de Madre sobre la calle Maipú hacia la iglesia, sin distinguir más que unas cuantas sombras y, sentado en el sillón que había sido el favorito de su padre, jugó un poco a recordar una canción, un poema, a ponerle letra a una canción, a llenar de música un poema. Pero nada de eso lo confortó.
Se recostó en espera del mediodía. Pensó en una forma de acercarse a Luisa Mercedes, a Betina, a tantas otras, pero nada le resultaba realista. Invitarlas a casa y aprovechar una distracción de Madre para besarlas. Citarse en la plaza y caminar mientras copulaban como perros. Viajar, irse, y seducirlas en un baño de aeropuerto. Esta última hizo sonreír a Georgie. En eso, escuchó el elevador cerrándose y las campanadas del mediodía. Tuvo una taquicardia.
Caminó tomado de la mano de Madre hasta la biblioteca. Brincaba un poco para evitar las fisuras de la acera y Madre sonreía. El sol daba en las ventanas, pero no era algo que molestara a Georgie. Más bien sentía cómo, a cada paso, crecía. Ya no era más un niño, sino un otro que se enfilaba hacia el final de algo. Quizás al despertar de una pesadilla, como decía Madre que había padecido el arresto domiciliario por cantar el himno sin permiso escrito del dictador, o del principio de una forma de la mirada. Desde hacía años, Georgie sabía que, entre más años pasaran, menos vería las cosas del mundo, las palabras serían cada vez más himnos, cantos y rimas, y menos prosa.
Cuando llegaron a la biblioteca, Georgie se soltó de la mano de Madre y entró. Se internó en el laberinto de los libros, feliz de no tener ya la vergüenza, el sudor en las manos: la cobardía de pedirle un libro al encargado. A pesar de la oscuridad, no se perdió entre los estantes.
Al salir, se topó con varios periodistas:
-Señor Borges -le preguntaron-, ¿qué opina de la situación actual?
-Es el final de una pesadilla -respondió, mirando a Madre.
-¿Es usted de izquierda o de derecha, señor Borges?
-Depende de qué lado tenga el dolor de muelas.
Los reporteros rieron.
Dicen que lo primero que Borges hizo al tomar posesión como director de la Biblioteca Nacional fue incluir en los ficheros un libro que no existía.