La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999
Una cuidada revisión que abarca veinte años de trabajo pictórico (1979-1999) redondea la actual exposición -curada por Paloma Porraz y el propio autor- presentada por Francisco Castro Leñero (D.F., 1954) en el Museo Carrillo Gil. La primera pregunta ineludible se centra sobre la pertinencia de incluir esta obra en el repertorio estético que viene desplegando el Carrillo Gil desde que Osvaldo Sánchez asumiera su dirección. Y la respuesta inmediata resulta afirmativa porque aun cuando Paco Castro cubría las superficies con un espesor matérico que instituía un habla expansiva de la pintura, existía ya en sus cuadros cierta pulsión reductiva que lo acercaba, todavía lentamente, al conceptualismo minimal. En qué consistía tal habla o, en otros términos, ¿qué es el habla de la materia en contraposición al lenguaje y más todavía a la escritura del lenguaje? ¿Un balbuceo, una sonoridad sin forma que se evapora al mismo tiempo que se realiza por su específica condición hablante? He aquí una primera paradoja: se está datando un habla sin voz, porque la pintura desliza, elementalmente, su silencio. La segunda paradoja está en accionar una relación simbólica sobre la asimbólica densidad de la pintura abstracta. Finalmente, un tercer elemento contradictorio recala en atribuir cierta analogía volátil, evaporizadora, a una trama matérica que es precisamente eso, materia, concretud. Carentes de simulacro, despojadas de las formas o figuras que recortan, organizan, definen, en suma, atenuantes para la mirada; carentes de las configuraciones abstractas que deslizan ecos del simulacro, estas primeras pinturas grises de la muestra condensan una visibilidad detenida -sin tregua pero seductoramente (gracias a su perfecto engarce)- en la presencia concreta de la pintura. Y, en todo caso, la volatilización, o desaparición, tiene que ver con el anamorfismo de las superficies.
Hay muy pocos cuadros disonantes en la retrospectiva: resalta sobre todo uno, de gran tamaño y corte decididamente áspero; tal vez porque la libertad gestual no se ajusta al linaje de Francisco Castro como pintor. Si se quisiera insertar en el canon expresionista al oscuro grosor de las telas antes comentadas, es preferible nombrarlas como eso: como la estructuración objetual, palpable, incuestionable, del espesor matérico. Otro bastidor, de menor dimensión, correspondiente al conjunto de los números, aparece asimismo menos logrado que otros resultados de dicha logradísima serie, ausentes de la muestra. Hay una sala impecable: aquella que recoge algunos trabajos del conjunto denominado ``Desplazamientos'' y de otro grupo: ``La casa del arquitecto''. El pintor ha abandonado nieblas y grisuras para dar lugar a la elocuencia del espacio. No se trata de elocuencia en realidad, sino de una licuación de la pintura y una apertura hacia colores claros -hacia la habitabilidad desfondada del blanco, de su recuerdo- para hacer oscilar al espacio entre su objetivación y sus suaves vibraciones, transparencias, rasgos de una poética de la luz y del aire. A veces tal espacio se recorta en franjas verticales, acentuando lo objetual; otras veces desenvuelve el vacío con pequeñas, aisladas intervenciones. Se extraña aquí una mayor presencia de esa calmosa ausencia que son los magníficos cuadros incluidos en ``La casa del arquitecto'', de su línea insinuante, su puro e indevelado augurio. La no casa del arquitecto deviene en la afirmación de una estructura tensada por su carencia de elementos aglomeradamente estructurantes, por su acción deconstructora que conduce a la extremada síntesis. Finalmente, con sus recortes a modo de espejeo del formato del cuadro y algún rojo fulgurante, los trabajos más recientes consuman un decidido ingreso a la pintura conceptual, cuyo corolario es el invalorable bastidor dividido en cuadrados. Así ha recorrido Francisco Castro Leñero esa línea que va de la materia al espacio y de éste a su objetivación, a su neta visibilidad como tal, con una exactitud y una solidez nunca del todo expresables.