Lo que te soluciona las cosas a ti, puede no ser lo que me soluciona las cosas a mí. Aunque alguna vez escribí sobre el pelo y lo relacioné con la identidad y la autoridad, no dejé consignado que lamenté no haber visto en el teatro la obra Hair. De su puesta en México ¿a finales de los sesentas? conservo la pulsera de hierro forjado que me regaló su autor, Peter Knigge, el holandés Cara de chivo, y que, de muñeca delgada y frágil; no uso sino a manera de pisapapeles sobre mi escritorio. Para entonces, mi vieja tía B. ya me había transmitido la buena nueva de la aparición de los Beatles en el canto, los jóvenes músicos que gritaban y cuyo pelo les cubría la frente y les rozaba los hombros, una protesta bien intencionada contra la definición de mujer de Schopenhauer, pues de la música popular moderna, la de los Beatles podría ser por excelencia la caracterizable por contener ideas largas.
``El pelo es el marco de la cara'', proclamaba la secretaria del departamento de traducción del Colegio en el que trabajé. ¿Por qué, entonces, me pregunto pasado el tiempo, recuerdo tus palabras y no tu cara, ni, para e caso, tu pelo o tu peinado? La verdad es que el del pelo es un tema que me ronda adecuadamente la cabeza como si tuviera más cola de la que yo misma querría darle.
En el tomo de Los mejores ensayos norteamericanos correspondiente a 1993 leí uno de Marcia Aldrich titulado ``Pelo'' que, una vez leído, con frecuencia he querido reller. En él, divide a las mujeres en dos, las que están determinadas por el pelo y las que no lo están. Al saberse fatalmente perteneciente a las primeras, la autora acaba en manos de una peluquera en una colina cultivada como huerto de manzanas, pelirroja una de las dos, ante un cartel de una mujer desnuda cubierta enteramente por su pelo rizado y rojo.
Al salir de la adolescencia, me senté en los escalones de la emisora de noticias BBC de la ciudad de Nueva York y me abracé las rodillas mientras un fotógrafo me fotografiaba por la espalda. Una cabeza de pelo suelto y largo, un abrigo grueso, la acera desierta, una tarde de invierno en 1968, el pelo haciendo las veces del rostro. Ex Reina de la Belleza, esa amiga cada año cambia de peinado, el color, el corte; se lo riza, se lo alacia. Siempre he querido decirle que su belleza es más fuerte que cualquiera de las variedades de marco que ella ha creído necesario darle; y nunca he advertido en qué momento astral se somete a la transformación innecesaria.
Te escondes bajo tu pelo. Ocultas tu pelo para pretender que no te estás escondiendo. Hombres y mujeres sujetos al vaivén del pelo; a la falta de pelo. Tímida, para imponerse se lo pintó de los colores de la bandera de la República extinta de su país, asumió la identidad de arrojada, de inconfundible. Permanentemente inocultable, permitió que su nombre fuera sustituido por ``Esa persona del pelo rojo, amarillo, morado''.
Tan corto que parece de hombre. Tan largo que parece de mujer. Hace resaltar tus ojos. Muestra demasiado tu perfil. Amarrado, pero medio suelto. Te envejece. Te rejuvenece. Te hace verte desaliñado. Te hace verte sano, fresco, alegre. Rápate. Dale un toque femenino. Te hace verte femenino.
Es obvio que Virginia Woolf tenía en mente los vaivenes del pelo cuando advirtió que el autor más consumado es andrógino; que el mejor artista debe ser virilmente mujer, o femeninamente hombre (o algo así). Pero qué aire puro recorrería la crítica si los críticos aprendieran a leer sin prejuicios. Al menos, sin el prejuicio de si es hombre o mujer el autor del libro en sus manos.
Cómo combatir, si no, la hipótesis de un crítico de que Virginia Woolf se suicidó porque, a diferencia de su contemporáneo Joyce, ella no fue capaz de crear personajes reales, convincentes, en acciones significativas. O cómo callarlo cuando escribió que de Virginia Woolf hay que hablar con ternura. Callarlo, o patearlo. ``La mujer, dice Virginia Woolf, ha tenido al función todos estos siglos de servir de espejo con el poder mágico y exquisito de reflejar la imagen del hombre al doble de su tamaño natural''.
No recuerdo qué apuntes hice a medianoche en un trozo de papel, que al amanecer hice trizas. Durante un buen rato traté de reconstruir lo anotado, sin éxito. En el espacio en blanco, me dejé llevar por la idea del pelo. Quería Todo del pelo; el lápiz modificó el Todo, lo limitó, lo constriñó. Cortarse el pelo, pensé, no es como cortarse las uñas. Ni soltárselo, como dejar caer los restos, de eso duro y corneo que crece en el extremo de los dedos, en el arroz que el cocinero chino prepara mientras se corta las uñas: o que se corta las uñas mientras prepara el arroz.
Si la mujer es un ser de pelo largo e ideas cortas, también es muchas otras cosas. Es decir, además de un espejo benévolo y condescendiente. No le basta cortarse el pelo para provocar la impresión de que tiene ideas largas. Ni le basta pintárselo como arco iris para provocar que busquen el tesoro en el extremo. Es, esencialmente, un problema sin solución.