Guillermo Almeyra
El reto: la calidad de la enseñanza

Las recomendaciones del Banco Mundial proponen a los países latinoamericanos reducir la enseñanza universitaria y aumentar la primaria, secundaria y técnica. Si tenemos en cuenta que el porcentaje entre graduados universitarios y población en general es muy inferior en ellos al existente en los países industrializados y que el porcentaje del producto interno bruto (PIB) destinado a la investigación y desarrollo ( I y D por otra parte escasamente concentrados en las necesidades de los respectivos países) disminuye y está lejos del uno por ciento y, por lo tanto, es ínfimo con respecto al de los países-centro, podemos entender mejor cuál es el destino que se nos prepara desde el Olimpo imperial. En efecto, según el BM, en el futuro nuestros países deben ser proveedores de fuerza de trabajo barata y semicalificada, de peones y técnicos adiestrados según las necesidades de las empresas transnacionales. La investigación, como las empresas, deberá importarse llave en mano y su difusión y extensión correrá a cargo de unas cuantas instituciones privadas a aquéllas ligadas y de otras instituciones de enseñanza privatizadas, al igual que el Estado. Sin embargo, con la mundialización y el papel de punta de las comunicaciones y de la cibernética, no es posible que nadie sea competitivo sin ser ``conocimiento-intensivo'' (perdón por la horrible combinación de palabras) y el ser intensivo en mano de obra poco calificada no es una ventaja sino una desgracia, pues empuja hacia abajo los salarios y, por lo tanto, el ahorro nacional y los consumos culturales y educativos, en un terrible círculo vicioso.

Si se tiene en cuenta que en ese mercado de trabajo los profesionistas deben competir y que las universidades deben lanzar a la competencia productos de calidad y con un valor agregado cada vez mayor, se percibe claramente que la receta del BM es funesta: en efecto, en el mismo momento en que aumenta el despilfarro improductivo y dañino de los fondos públicos (las fuerzas armadas y las represivas cuentan con presupuestos crecientes) se recomienda que se reduzcan los fondos productivos destinados a elevar la calidad y el nivel de la educación (que los países industrializados intentan en cambio promover). Es que lo de la libre circulación de mercancías no vale para la mano de obra de los países dependientes ni tampoco vale para ellos la computarización desde los bancos de primaria ni el esfuerzo que dedican los países centrales a la preparación de sus cuadros.

La Reforma Universitaria de 1918 en Córdoba, que sacudió a todo el continente e intentó modernizar la vida académica, se centró en la democratización de la vida de las instituciones, mediante la elección de las autoridades por la comunidad académica y no por el gobierno, en la reforma de los programas de estudio para intentar interpretar los problemas existentes en los países respectivos y buscar resolverlos (I y D aplicada al desarrollo latinoamericano) y en la democratización de la vida política, pues la universidad debe ser autónoma frente al gobierno pero no es una isla ni puede ser insensible ante los problemas sociales. Esa reforma intentó combinar la exigencia de calidad (la universidad debe servir al progreso de la ciencia y no al interés pragmático de un partido o una tendencia, por mayoritario que pueda ser su apoyo transitorio) con su utilidad social (el estudio de la realidad latinoamericana para transformarla con justicia social). No se daba ni podía darse la orientación de una ``universidad popular'', rebajando el nivel de la enseñanza para ampliar su base social, ni podía construir una universidad oligárquica y elitista, proveedora de conocimientos abstractos producidos para otras realidades. Nacional por sus objetivos debía ser a la vez universal porque así son la ciencia y el conocimiento y debía educar en el internacionalismo. Pues bien, la contrarreforma actual busca desarmar las resistencias y las identidades nacionales y fomentar otro internacionalismo, el del capital. Su abandono del humanismo es el corolario de la idea del fin de la historia y de la sumisión de todo --ética, ciencia, cultura-- al mercado, o sea, a los intereses de pocas grandes empresas. Y la privatización está antes que nada en los programas y en las estructuras académicas, en las que los intereses sociales están subordinados a los del capital. En ese terreno debe derrotarla una amplia discusión en toda la sociedad.

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