¿Por qué, lejos de superar el atraso, nuestro país continúa acumulando problemas tan graves como el Fobaproa, o el desbordamiento de la delincuencia y de la impunidad, o el desahucio de la educación pública y de nuestro patrimonio cultural, o el auge de la narco-mercantilización de la política, o la desnacionalización ya crónica, o el sabotaje sistemático contra la transición democrática, o el avance del militarismo codo a codo con brotes fascinantes? En pocas palabras, ¿por qué sigue avanzando una guerra tan racista como hipócrita, una guerra que ni siquiera se reconoce como tal, pero vaya que la sufren los pueblos indios de Chiapas por lo pronto?
Las respuestas pueden ser muy variadas, mas afortunadamente ya hay un amplio consenso en que la falta de democracia está en el centro de nuestros problemas. Urge, sin embargo, profundizar ese consenso. Ya ni siquiera parece suficiente atribuir todos nuestros pesares a la vieja cultura política. Hay que especificar más. Y a nuestro juicio, de todas las lacras que arrastramos, sobresale una: la lacra del verticalismo; es decir, la que nos tiene acostumbrados a que las autoridades deciden y la sociedad obedece, los políticos dirigen y los ciudadanos caminan. Y caminan, para colmo, todavía tragando píldoras como la irracionalidad y la ilegitimidad de un Albores (sedicente gobernador de Chiapas).
Corazón, con sobrada razón, no sólo los indígenas zapatistas han comenzado a decir ¡basta! Ya muchos otros ciudadanos también luchan por la inaplazable democratización del país. Aunque, para ser sinceros y con el perdón de los no indios, éstos todavía no luchan por la inaplazable democratización del país. Aunque, para ser sinceros y con el perdón de los no indios, éstos todavía no luchan con el mismo tino. Mientras que los pueblos indios practican desde hace siglos el mandar-obedeciendo, el resto de la sociedad todavía tiende a moverse en la epidermis de la democracia. Sus demandas siguen atrapadas en el tablero de la vieja política: elecciones sin fraude (a lo que ahora hay que agregar, sin narcofinanciamientos), políticos que se acuerden de sus bases, leyes que permitan tales o cuales malabarismos entre los partidos, partidos que no abusen de su monopolio sobre el quehacer político, candidatos que clarifiquen su oferta de gobierno en vez de salpicar sangre. En el mejor de los casos, cada vez se exige más que las autoridades rindan cuentas.
Todas ellas son demandas necesarias, pero todavía no rompen con la subcultura del verticalismo. Aún se inscriben en el tablero donde los de arriba ofrecen (buena conducta electoral, jugosos programas de gobierno y hasta ciertos informes de sus actos), al tiempo que los de abajo escuchan, observan y, en el mayor arranque de libertad, aceptan o se quedan fuera... hasta del presupuesto. Ciertamente es mejor una sociedad vigilante que pasiva. Pero lo que necesitamos, según creemos, es una sociedad mandante con autoridades obedientes ¿O de qué otra manera podremos darle vuelta a la tortilla del verticalismo?
No es tan complicado ni tan atrevido como suena. Claramente lo permite nuestra Constitución, sobre todo allí donde establece que la soberanía reside en el pueblo a final de cuentas (artículo 39). Y, a no ser que el lastre del racismo también eso nos impida, bastaría con expandir en todo el país algo que nuestros pueblos indios descubrieron desde hace tiempo: el mandar-obedeciendo, esencia de toda democracia verdadera.
Tal vez lo más difícil radicaría en el siguiente paso: que la sociedad toda, o la mayoría, elabore su mandato. Que defina, lo más claro posible, las acciones que han de obedecer sus gobernantes. Y aun en eso ya hay un buen avance. Por lo menos lo hay en el asunto clave de la paz. Desde la insurrección misma del zapatismo en 1994 hasta la consulta nacional del 21 de marzo último, la mayor parte de la sociedad se ha expresado, clara y reiteradamente, a favor de una solución pacífica y justa del conflicto en Chiapas. Pero, sólo educada en el gobernar-mandando, lógicamente el gobierno continúa con su política guerrerista aun a riesgo de incendiar el país.
Ya no parece haber tiempo ni siquiera para esperar las nuevas ofertas electorales de la temporada 2000. Urge que todas nuestras autoridades aprendan a escuchar y a obedecer el mandato de la sociedad. Mandato que, por lo pronto, tiene una primera instrucción, clara y decisiva para el futuro de México: paz justa y digna en Chiapas, no más militarizaciones (ni sátrapas como Albores).