La Jornada viernes 27 de agosto de 1999

Carlos Montemayor
La guerra

El sostenimiento y desarrollo de la guerra no es un asunto simple, sino de imaginación, oportunidad, decisión, inteligencia. La guerra no siempre tiene el rostro descubierto. Inventa discursos, imagina causas y explicaciones, cambia los nombres de las cosas. La guerra no siempre aparece diciendo que su nombre es ése.

La guerra dice que ella no mata ni amenaza ni quema ni destruye; son los otros, son los pueblos mismos quienes se enfrentan y combaten entre sí. Conforme la violencia crece en regiones elegidas, ella argumenta que esa violencia la generan las propias comunidades y justifica su intervención como fuerza de pacificación entre todas las partes. Queda al margen de los pueblos mismos. Se presenta con otro nombre, el de la paz, por ejemplo, o el de la ley, y asegura que es el único factor que puede resolver esas luchas intercomunitarias.

El planteamiento militar desconoce la causalidad social y toma como única explicación del alzamiento a un núcleo armado principal. Este núcleo recluta a nuevos milicianos y se granjea la simpatía de las comunidades. Pero ese núcleo armado debe contar con un apoyo político invisible. La respuesta elegida en el análisis militar ha sido la Iglesia.

Así pues, para adentrarse hasta los linderos del núcleo armado principal, la guerra debía desarticular primero el apoyo de ese grupo invisible. La desaparición de la Conai y la presión y neutralización de muchos cuadros de la Diócesis de San Cristóbal era un paso necesario. El otro paso debía asegurar la desarticulación de los grupos o comunidades simpatizantes. Este paso se está dando también, de manera compleja y desgarradora. Pero con esto, además de intensificar en el conflicto actual los enfrentamientos armados, se están sentando las bases para alzamientos futuros.

Debo repetir que la guerrilla campesina e indígena crece bajo el silencio cómplice de una región entera. Un puñado de hombres armados no podría sobrevivir sin el apoyo de esta red familiar de las zonas indígenas. Los núcleos armados o con preparación militar no son sino la punta de un iceberg. Los extensos y complejos lazos familiares penetran poblados y rancherías con un sistema de comunicación que al ejército le es imposible descifrar o anticipar sin recurrir al arrasamiento indiscriminado. Este soporte indígena y campesino del guerrillero es el circuito que los ejércitos se proponen desactivar. Y es el rasgo que la oficialidad política en turno se niega a aceptar, pues la más cruenta de las respuestas militares se ha dado al sofocar estas guerrillas campesinas o indígenas. La barbarie, el asalto a poblaciones enteras, el arrasamiento de territorios, de rancherías o de pequeñas comunidades, millares de familias desplazadas, ha sido la respuesta ominosa que los ejércitos y los gobiernos han dado a estas insurrecciones. Detrás del núcleo guerrillero hay centenares o millares de niños, de ancianos, de hombres y mujeres silenciosamente cómplices o activamente proveedores de información, alimento, rutas, ropa, armas, medicinas, correspondencia. La guerra tiene que ir contra ellos.

Descalificamos los movimientos armados campesinos reduciendo sus causas e identificándolas con individuos que una vez aniquilados darían como consecuencia lógica la extinción del movimiento. Cuando descubrimos que la insurrección era resultado de la confluencia de una misma actitud en comunidades enteras, entre poblados enteros, casi siempre es demasiado tarde.

El cerco militar en Las Cañadas era el recurso efectivo para neutralizar la capacidad de fuego del EZLN. En términos militares, el EZLN se convertía en un enemigo vencido; no había razones para negociar con él. En términos regionales, los grupos paramilitares bloquearían el desarrollo y la movilización de las bases sociales zapatistas en el Norte y en los Altos de Chiapas. Ambos recursos eran suficientes, los únicos, para asegurar el desgaste militar y social del EZLN. Su desgaste militar se conseguiría con el ejército; su desgaste social con los grupos paramilitares y las luchas intercomunitarias. Restaba tan sólo planear el desgaste político del EZLN. Esto requería de otros elementos coyunturales.

Pero el desgaste social mediante los grupos paramilitares (o grupos de autodefensa, según los llama técnicamente el ejército o se autodenominan organizaciones como Paz y Justicia) es desgarrador y de efectos devastadores. Puede abrir heridas más severas y prolongarse más tiempo. La masacre de Acteal es solamente un ejemplo extremo y público. El desgarramiento social es diario e incesante.

Ahora sabemos que la estrategia militar para sofocar al EZLN y a sus bases sociales extendió la violencia armada a más de 30 municipios a través de por lo menos doce grupos paramilitares y que el ejército mismo amplió su radio de acción a más de 70 municipios.

La guerra necesita de privacidad. Quiere a solas inventar cómo ocurren las cosas, insiste en que la versión de la realidad que ella socava provenga sólo de ella misma. Nadie más debe acercarse a mirar. Por eso debemos mirarla. No debemos perderla de vista. No debemos creer que el diálogo se ha interrumpido. Debemos entender que hay una guerra.