Jaime Martínez Veloz
Alboradas

El hostigamiento contra las llamadas comunidades de base zapatistas no es un hecho nuevo. Surgió desde las primeras semanas del conflicto como una forma de minar al EZLN. Con la aparición de los grupos paramilitares, este hostigamiento pasó a ser sistemático. Ni siquiera la ola de indignación nacional y mundial por lo ocurrido en Acteal logró alterar esta política tolerada o instrumentada por el gobierno estatal.

En este contexto, no es gratuita la desconfianza de las comunidades simpatizantes del zapatismo hacia todo aquello que viene del gobierno, sea estatal o federal. La tensión provocada hace unos días en Amador Hernández por la negativa de los lugareños a la construcción de un camino, no se debe ni al hecho de que sean enemigos del progreso ni a que los zapatistas traten de mantener en el atraso a sus simpatizantes para medrar con ello. Es simplemente resultado del ríspido clima que se vive.

El enfrentamiento entre tropas del Ejército y un grupo prozapatista, ocurrido el pasado 25 de agosto en San José La Esperanza, comunidad cercana a La Realidad, es un paso más en el desgaste que vive el conflicto chiapaneco. Posiblemente estamos ante un cambio preocupante en la línea seguida por el gobierno estatal. Un cambio que avizora no sólo el abandono de toda cautela, sino que claramente define sus intenciones guerreristas. ¿De qué otro modo puede interpretarse la petición que hace unos días hizo Roberto Albores al Presidente de la República para que le dejara arreglar el conflicto a su manera? No cabe duda que ese gobernador está haciendo los suficientes merecimientos como para pasar a la historia de su estado.

Recordemos que el actual titular del ejecutivo de Chiapas llegó a ese puesto después de un breve e imperceptible paso por la Cocopa. Asumió su encargo a la salida de su antecesor, Julio César Ruiz Ferro, cuya permanencia se volvió insostenible y oprobiosa a la luz de los lamentables sucesos de Acteal. En este difícil clima, Albores Guillén llegó a la gubernatura. A diferencia de otras ocasiones en las que sustituciones de esta naturaleza son vistas como una oportunidad de recambio y de mejoramiento del clima político, su llegada no despertó ilusiones en ningún sector, excepto en el ligado a una parte del priísmo más atrasado del estado.

El más de año y medio transcurrido desde su toma de protesta como gobernador no ha hecho sino confirmar lo que en aquel entonces se temía: el ambiente político y social de la entidad se ha deteriorado. Y esto no sólo se debe a la inercia que tienen los diversos conflictos de la entidad ni tampoco al desinterés patente que hacia ellos tiene el Gobierno federal. Ha habido una buena dosis de activismo alborista que explica esta nueva y más grave situación.

En los últimos meses, la prensa ha recogido un rosario de acciones alboristas que hablan de un estilo personal en donde el tacto político y la tolerancia brilla por su ausencia. Cada acción se ha traducido en mayores tensiones sociales y políticas. Un breve recuento es ilustrativo: los señalamientos de Asma Jahangir, relatora especial de la ONU, acerca de diversas violaciones a los derechos humanos ocurridas en la entidad sureña; la embestida contra el senador Pablo Salazar; y el conflicto limítrofe con Oaxaca. A esto se agregó en fechas recientes el uso de recursos públicos con fines facciosos a favor de Francisco Labastida. Con su activismo, Albores fue el detonador directo de un señalamiento hacia el precandidato sinaloense proveniente de sus contendientes en la disputa interna priísta. De todo esto, el gobernador chiapaneco sólo ha recibido amonestaciones privadas ``tibias'', como dice Don Humberto Roque.

Al ambiente de intolerancia que promueve la administración estatal se han sumado de manera entusiasta algunos funcionarios. Hace pocos días, el alcalde de San Cristóbal de Las Casas declaró persona non grata a Ofelia Medina y, creyendo que se encontraba en una república militarizada, le dio 72 horas para salir del municipio.

En este ambiente de desatinos públicos y amonestaciones privadas, Roberto Albores sigue en su puesto como si no hubiera pasado nada. Es inútil pedirle su renuncia porque esa decisión está más allá de su voluntad. A quien hay que dirigirse es al hombre que lo puso en ese puesto, quien es el que finalmente puede removerlo. En efecto, el Presidente debe aquilatar la permanencia de Albores no sólo en función de los sectores que exigen su salida, sino por el riesgo de que en los pocos meses que faltan para el cambio de administración federal una alborada puede dar un cierre trágico al sexenio.

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