Hay evidencias suficientes de que a Chiapas le falta un gobernador y le sobra un provocador, como también las hay de que al gobierno federal le sobra un coordinador para el diálogo y la negociación y le falta una auténtica voluntad de diálogo acompañada de una inequívoca propuesta que retome el eje de resolver las causas que dieron origen al conflicto armado y, a partir de ello, asuma el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés y tome medidas para reubicar al Ejército.
Estamos viviendo una fase más de la crisis chiapaneca; la incursión militar en el ejido Amador Hernández en el momento en que se realizaba el encuentro sobre patrimonio cultural, con todas las amenazas y agresiones posteriores, y el enfrentamiento en la comunidad San José la Esperanza se suman a la lista de hechos sin condiciones de ser aclarados.
Ciertamente, sería importante esclarecer quién provocó a quién, sin embargo, debemos ubicarnos en el contexto que ha propiciado un clima que demanda una respuesta urgente y en la implicación de la jugada de varias pistas desatada en los últimos días. Porque, evidentemente, no es un asunto que involucre al ``progreso'' que llevará una carretera o un incidente insignificante.
Si tomamos nota de la reacción gubernamental expresada en el llamado a no desvirtuar el propósito del gobierno de dar una salida política y de su esfuerzo de conciliación, lo menos que podemos hacer es plantearnos en qué consisten tales esfuerzos y cuántos ``incidentes'' más habrán de presentarse para que se dé un giro radical a la política del discurso vacío y se construyan con seriedad las bases del diálogo y la negociación.
El llamado oficial a los legisladores para que cumplan con su responsabilidad de revisar las iniciativas en materia indígena, o las afirmaciones de que en Chiapas se está aplicando una sólida política social, o el hecho de que el interino de los interinos baje el tono de su discurso nos da una idea de la calidad de la oferta que se está preparando.
Un saldo positivo del movimiento zapatista es que se constituyó en un puente que tejió adhesiones del conjunto de la sociedad a la causa indígena como nunca antes. El gran reto es enfrentar el manejo perverso de un conflicto que como el de Chiapas es un espejo más de la incapacidad histórica de los sucesivos gobiernos priístas para resolver las demandas de los pueblos indígenas.
En un momento de grandes definiciones nacionales, la reactivación de la crisis en Chiapas, además de golpear directamente a los pueblos indígenas, lo hace indirectamente con los otros procesos y fuerzas de oposición que por supuesto cierran filas en contra de estas agresiones. Sin duda, esta posición de principios resulta útil al régimen para preparar el escenario que vincula desestabilización y violencia con las fuerzas democráticas, mensaje que tanto le sirvió para las elecciones de 1994.
Los hechos nos dicen que estamos ante una estrategia dirigida no sólo al EZLN, sino al conjunto del movimiento democrático en el país en el contexto de la elección del 2000. Hoy en día, la transición a la democracia no camina sin los pueblos indígenas.