México no será un país realmente democrático mientras prevalezca la ilusión de que vivimos en un régimen de pleno derecho, y no en el derecho mismo. A nadie sorprende que los más notables juristas razonen ante los acontecimientos de la vida pública dando por supuesto lo que todavía es, por desgracia, un ideal que debe alcanzarse, una aspiración formal que tropieza a cada paso con las condiciones reales que deberían permitir su realización, sin trabas o excepciones.
Son ellos, nuestros grandes juristas, quienes saben mejor que nadie cuánto nos falta para que dicha ilusión deje de serlo. Persistir en la defensa de la ley como hacen esos maestros, difundir y proporcionar a la población en general los fundamentos de una educación basada en el respeto al derecho es una obligación y una necesidad que tiene un valor por sí misma, más aún cuando estamos como sociedad enfrentados al desafío de construir un entramado de instituciones democráticas y republicanas al servicio del ciudadano y la nación. La ley es el punto de partida pero también el puerto de llegada para el futuro.
Las cosas, empero, no parecen sencillas cuando los temas del derecho bajan al mundo cotidiano. El irremplazable deseo ciudadano de vivir bajo el imperio de la ley es tan intenso que impide observar con frialdad racional las fallas humanas, culturales y de todo tipo, que dificultan el cumplimiento de ese deseo. Hay ciudadanos convencidos de que todo lo que nos pasa se debe a la debilidad de los encargados de aplicar la justicia. Otros, menos complacientes, consideran de plano no hay voluntad alguna para cumplir con la ley por parte de los encargados de hacerlo.
Pero si esos mismos argumentos salen de los labios de los políticos, sean de la derecha o el oficialismo, que se hacen los que no saben cuando conocen de memoria la subordinación de la justicia al poder gubernamental, los desfiladeros de corrupción de una justicia que está muy lejos de su universal aplicación, lo único que puede decirse es que estamos ante una grave manipulación bajo el manto de la defensa del estado de derecho.
Es preocupante que la legalidad se invoque con alegre soltura solamente cuando la política falla (o se quiere que falle). La ley se esgrime intencionadamente siempre como la última instancia del poder para cancelar salidas más largas, pero también menos costosas para el país, que son igualmente legítimas y legales. Decir que la ley es ciega parece un principio incuestionable, pero la frase suele transformarse en otra manera de exigir exclusivamente castigo, como ocurre hoy con el problema universitario y viene pasando con el conflicto en Chiapas.
Bajo la apariencia legalista de algunos discursos con pretensiones de neutralidad, suele esconderse, como si fuera una novedad democrática, la mano dura, el viejo afán autoritario y represivo que tanto ha costado desbancar de nuestra cultura política tradicional. Pero ésa es otra fantasía. Justo porque estamos ante la urgencia de darle un peso real al derecho, la justicia se aviene mejor con la tolerancia y el diálogo que no con la aplicación irreductible e impaciente de la violencia legítima del Estado.
Crear y hacer valer una cultura de la legalidad es mucho más difícil que aplicar con rigor ``la fuerza del Estado''. La represión --que es para muchos la única ``aplicación de la ley'' digna de ese nombre-- tiene nulo valor educativo en un país donde el Estado está en deuda permanente de legalidad con la sociedad.
Resulta sintomático que varias voces sean las mismas que en determinados asuntos reclaman, ni más ni menos, que la ley se viole para castigar a quien comete un ilícito. No me refiero, por supuesto, a los numerosos casos de linchamiento y otras formas de tomar justicia por mano propia, sino a las exigencias más sutiles de quienes periódicamente se desgañitan pidiendo la pena de muerte o proceden a someter a sus adversarios a juicios sumarios de opinión sin defensa posible. La ciudadanía exige que se aplique la ley, por supuesto. Pero también pide que se aplique siempre y bajo todas las circunstancias, sin privilegios, con prudencia.