Olga Harmony
La isla

Athol Fugard es conocido en México. La primera vez que supimos de él -no puedo precisar la fecha, posiblemente a finales de los años setenta- fue cuando Nancy Cárdenas escenificó su versión mexicana del texto que ahora nos ocupa. En 1994 pudimos conocer La lección de la Zábila producida para el Festival Cervantino de ese año, con dirección del también sudafricano Anthony Akerman, que se presentó en nuestra ciudad un fugaz fin de semana en la Galería Estela Shapiro. Al año siguiente Akerman regresó a nuestro país para dirigir otra obra de Fugard, El camino a la Meca, esta vez en temporada larga. El dramaturgo blanco sudafricano no cesó de luchar en contra del odioso apartheid, el brutal sistema de segregación racial en que se sumía a la población negra originaria del territorio e infligía crueles castigos a quien se opusiera negro o blanco, al sistema: Nelson Mandela es el heroico símbolo de todo ello y de la indomable resistencia que logró abatir esa vergüenza mundial.

La isla es, de las tres obras que le conocemos, la que hace referencia más directa a la situación. Escrita en colaboración con los actores John Kani y Winston Ntshona, no es sólo una declaración de principios sobre la dignidad, como afirma Alfredo Michel Modenessi en el programa de mano del actual montaje dirigido por Alonso Ruizpalacios. Es una obra de fuerte contenido político, en que los protagonistas son presos políticos y en donde su elemental representación del juicio de Antígona es un alegato contra una ley y un sistema injustos. Los presos utilizan la idea brechtiana de las cinco dificultades para decir la verdad y ellos y los actores que los encarnan -y el mismo Fugard- dieron muestras de gran valor. El mismo que tuvo Nancy para mexicanizar el texto y representarlo en plena guerra sucia mexicana. Ahora el referente inmediato sería Chiapas, como confirma la Rayuela del domingo 22 en este diario.

Alonso Ruizpalacios no intenta adaptación alguna del texto, en traducción suya y de Alfredo Michel Modonessi, e incluso ambienta el vestuario de Antígona como el de una mujer sudafricana. Tanto el director como sus dos actores me eran totalmente desconocidos y resultan, en verdad, una excelente sorpresa. En una escenografía de Teresa Uribe que conforma dos planos separados por una reja, el superior, apenas utilizado, es el mundo exterior, la arena de la playa que tanto John como Winston recogen y vacían, recogen y vacían, en un estúpido y cruel castigo; la parte inferior, tras una rampa que produce el efecto de que la mazmorra que los encierra está en los sótanos, es la celda en donde se desarrolla casi toda la acción. Ruizpalacios cuenta con muy buenos apoyos, la música original de Tomás Barreiro y Diego Espinoza, interpretada por ellos en diferentes instrumentos y por Rodrigo Garibay en clarinete y ese saxofón que apenas se asoma y hace las veces del sádico guardián de la cárcel. Pero sobre todo cuenta con una gran capacidad imaginativa y espléndidas soluciones.

El director no hace oscuros directos para marcar los diferentes cuadros, sino que utiliza apenas una penumbra -en la muy buena iluminación de la escenógrafa- y música. En donde destaca su capacidad es en la utilización de los objetos. Está la cubeta -adminículo indispensable en una mazmorra como ésta, ya sea para contener agua con que lavarse o bien para recoger los excrementos de los prisioneros- como único elemento de utilería en el espacio vacío; de ella se irán extrayendo todos los demás -collar de clavos para Antígona, pectoral de Creón, las telas que hacen las veces de esteras y hasta la zanahoria que es la comida que ambos guardan- que se irán convirtiendo en otros elementos. Las sábanas serán vestuario de Antígona y de Creón, la zanahoria es utilizada en la grotesca escena de la representación, cuando John-Creón se monta en Winston, entonces sufrido pueblo, y lo hace caminar mostrándosela como a un burro. Los pocillos de lata en que supuestamente comen los presos sustituyen a las carretillas en la primera escena, son usados como falsos teléfonos por John en la patética escena de su juego, sirven como pechos en el disfraz de Antígona. La misma cubeta sirve como trono a Creón, durante la representación, o para dar ``pocito'' al oprimido pueblo en la misma escena.

Los movimientos ofrecidos mientras Creón ofrece ese discurso que ha de remitir a cualquier régimen opresor, son trazo del director de escena que subrayan el doble lenguaje del tirano y resultan muy efectivos. Pedro Antonio Rodríguez como John y Christian Baungarther como Winston, ofrecen actuaciones plenas de sensibilidad y de matices en todo momento. Ambos son excelentes actores, pero me gustaría destacar la extraordinaria dignidad que reviste Baungarther en su ridículo disfraz de Antígona y que mantiene hasta el final, ya sin ese ropaje, cuando es sólo un Winston condenado a esa muerte en vida que significa la cadena perpetua por motivos políticos en la Sudáfrica de hace poco tiempo.