``Mientras moría Aurora/ salía un sol radiante'', apuntó en su diario el escritor catalán Josep Pla (1897-1981). Como en el bolero, se amaron toda la vida. Pero Aurora Perea Mené (1910-1969), prostituta con la que Pla había tenido un romance poderoso al terminar la guerra civil, buscaba emanciparse de sí misma. Aurora le reprochó a Pla que amar y escribir no era igual a vivir entre libros. Y él, claro, no iba a admitir las críticas de una prostituta.
Aurora se fue a la Argentina y Pla quedó deshecho. En Buenos Aires, Aurora se casó con Pedro Carnicero, republicano español calvo y sin dientes, 20 años mayor que ella. La pareja vivió en el suburbio porteño de Ramos Mejía, de los ingresos de un burdel.
Pla fue un escritor atormentado porque la mujer que amaba se ajustaba a la definición de la palabra ``puta'' en el diccionario: prostituta, ramera. Y en la España que le otorgó el premio de novela (1951), había poco espacio para reparar en las connotaciones de ambos vocablos. Sin más, puta es ``mujer pública'' y poco interesa si ``hombre público'' va casi siempre asociado a ``hombre de bien''.
Mujer pública o ``ramera''. En la antigüedad la prostituta disimulaba su oficio colocando una rama en la puerta de una taberna llamada ``mancebía'' (del latín mancipium, esclavo), donde precisamente estaban los mancebos y mancebas que vivían del comercio sexual. De ahí que ``emancipar'' sea igual a ``liberar, sacar de la sujeción, liberar de la patria potestad o de la esclavitud''.
Acosada por los usos públicos y privados de la lengua de Pla, Aurora se debatió en una lucha individual, desigual y similar a la que hoy emprenden las prostitutas organizadas: ¿cómo salir de la sujeción, cómo buscar el reconocimiento de sus derechos? Aurora y Pla discutían: ``soy prostituta porque no soy puta''. Pla no entendía nada y ella... ¿qué iba a explicarle? Sinceramente enamorado, Pla quería crear con prostituta puertas adentro. Sinceramente enamorada, Aurora se preguntaba dónde quedaba su propia fantasía.
En Alemania actual existe polémica a causa de la propuesta del gobierno de reconocer la prostitución como una profesión con todos los derechos sociales y laborales. El proyecto de ley intenta que la prostitución deje de ser considerada ``contraria a las buenas costumbres de la sociedad''. La polémica guarda parecidos con la que tuvo lugar en México durante el Foro sobre Prostitución (Cámara de Representantes del DF, 1992).
Cinco años después, más de 60 trabajadoras del sexo procedentes de doce países celebraron el Primer Congreso Latinoamericano de Prostitutas (Costa Rica, octubre de 1997). De allí surgió una Coordinadora Regional, con sede en Caracas, y conectada a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para avanzar en una perspectiva jurídico-laboral que permita tener argumentaciones rigurosas como apoyo al trabajo político-sindical.
En Costa Rica, las prostitutas alzaron sus manos para unirse en la lucha por sus derechos laborales y con orgullo dieron la cara ante las cámaras. La Iglesia luterana apoyó el encuentro y la católica encabezó por San José marchas de protesta en defensa de ``la mujer digna''.
Los debates de las prostitutas son inquietantes y con el nivel de todas las discusiones intelectuales de avanzada, aunque otro sea el lenguaje. Refractarias a la pedagogía, las prostitutas organizadas están poco interesadas en la revolución, el feminismo, la democracia o la liberación sexual. Tampoco quieren combatir las causas de su alienación. Sólo quieren hacerla soportable.
O sea que antes de poner en discusión el sistema patriarcal que las obliga a vender sus cuerpos, las prostitutas condenan los obstáculos y castigos con que les hacen pagar la opción de trabajo. Sin tanto rollo, a la respetable sociedad las prostitutas indagan lo inadmisible de su situación: ¿basta la demanda para explicar la prostitución? ¿Y qué de las condiciones de la oferta?
Lo despreciable no sería el oficio sino el policía que la chantajea, el proxeneta que la explota, los moralistas que la condenan, el cliente que acaba frustrado y el Estado que se enreda con sus regulaciones. Más que el dinero, a las prostitutas les importa el poder que se lo roba, pues a su modo saben que antes que prestar un ``servicio'' responden a la miserable libido del patriarcado.
Cuando Aurora se fue, Pla escribió: ``He perdido el amor de mi vida''. El romance siguió por vía epistolar. Pero cuando cumplió 70 años, edad en que muchos escritores envilecidos por la fama viran los ojos en blanco y concluyen que lo importante es la ``imaginación'', Josep Pla hizo maletas y viajó a Buenos Aires. Y allí estaba Aurora, con los brazos abiertos.
Escribe Pla: ``Después de comer, pasamos el rato con la obsesión de siempre. Luego salimos con Don Pedro a ver el paisaje''. Años atrás había apuntado en el diario: ``En la prostitución, la memoria no existe''. Aurora supo perdonarlo.