El IFE va sorteando con gran categoría los embates contra su institucionalidad que le lanzan algunos enclaves del oficialismo acicateados por sus urgencias de disminuir la incertidumbre electoral que los aqueja. El apego al derecho mostrado por el consejero presidente, José Woldenberg, ha sido un arma letal para anular los dislates de un contralor enardecido con atribuciones que sólo él entrevió. Ha neutralizado también el apoyo absoluto e instantáneo que a este último le dieron los representantes del PRI ante aquel organismo y que arroparon con una andanada propagandística al más puro estilo de las denostaciones personales, la fingida indignación ante los atropellos a la legalidad y la defensa ante agravios intolerables por las supuestas faltas de los encargados de llevar a cabo los comicios federales en el país. Al refuerzo de la confianza en el IFE también han contribuido, con su actuación, los demás consejeros ciudadanos.
Algo le salió mal a los que pretendieron montar un altisonante juicio colectivo y todavía insisten en lanzar volutas de cruentas demandas civiles o penales a diestra y sobre todo a siniestra. Pero lo hacen sin credibilidad ni consistencia. Y en su intento de suplir tales deficiencias, utilizan altoparlantes gigantescos y gastadas voces de leguleyos sin prestigio. Alguien creyó contar con la suficiente materia prima como para hacer un caldo de consejeros incómodos. El desenlace final ya se vislumbra. Los procesos jurídicos iniciados continuarán por los cauces marcados por la ley. El contralor permanecerá fuera. Todos los ``cesados y amonestados'' seguirán en sus puestos y completarán sus delicadas funciones. La conducción del IFE seguirá en las manos de su presidente para asegurarnos que, en el 2000, habrá elecciones y que aquéllos que ganen en la contienda serán reconocidos como tales sin importar el margen con que lo hagan. El IFE es una cara institución construida por la sociedad y ya no hay duda de que va a prevalecer. Es un vehículo seguro para transitar hacia la normalidad democrática, a pesar de las notables carencias que tiene su ordenamiento. La cultura del derecho, tan contrariada en la historia de México, contará con un recinto adecuado para rehacerla. La voluntad de su cuerpo directivo de someterse, ellos primero que todos, a los estrictos contornos de la ley, es un tesoro que permitirá refundar la vigencia del apego a la legalidad entre los mexicanos. Manera de ser y actuar que se ha extraviado en medio de tanta impunidad del poder establecido.
Y todo ello sucederá en medio de circunstancias que circulan por rutas, si no opuestas, sí al menos salpicadas con los conocidos lodos del autoritarismo, la simulación, los atropellos, la conducta patrimonialista de los bienes públicos, los abusos del poder, el clientelismo y hasta la franca ilegalidad. Los ardorosos defensores de la ley, entendida como la estricta aplicación de ésta ante situaciones anómalas y donde resaltan los forcejeos por mantener los privilegios, han salido, de nueva cuenta, a difundir sus prédicas y a levantar actas. El conflicto en la UNAM es ahora un ejemplo señero de tales vocaciones reivindicadoras. Pero Chiapas sigue siendo una referencia insoslayable para ellos. En el primer caso su visión empieza y termina en exigir el peso de la ley para los huelguistas intransigentes y para ``rescatar'' instalaciones. En el segundo, para terminar con los alzados y reencauzar a los inconformes que los apoyan para que actúen como un grupo de presión o partido político. Poco reparan en la incompatible estructura de gobierno de la UNAM con su realidad y futuro, en el abuso burocrático, en los desbalances de la representación estudiantil, en las interferencias gubernamentales, en los cotos de dominio, en el uso secreto y discrecional de los recursos, en los huecos de la ley. Con similar olvido pasan por alto la ilegitimidad de los gobiernos chiapanecos, su corrupción evidente, los atropellos de los grupos de poder locales, la flagrante violencia contra los indios apoyada en la misma normatividad vigente, el quiebre constitucional del munícipe de San Cristóbal, en la excesiva militarización de la zona y de los programas, en el manoseo de la palabra gubernamental empeñada o en el rompimiento de la ley de amnistía.
En estos días finales del milenio, las razones que explican el poco apoyo y escasa observancia popular al estado de derecho proviene, en un destacadísimo lugar, del poco respeto que por él tienen los poderes públicos. El Ejecutivo federal ha sido uno de los culpables. Los cambios constitucionales constantes son sólo un indicio. Pero Las cortes y sus jueces, los legisladores, gobernadores y cabildos no se rezagan en las ausencias y los atracos. Nada se diga de los grupos de presión, las cofradías, las Iglesias o el Ejército. Por ello el ejemplo del IFE y los primeros pasos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son tan importantes.