n Se cumplen tres lustros de que murió el autor de A sangre fría


La literatura logró salvar a Truman Capote de la soledad, pero nunca del abandono

César Güemes n Su tumba, propiamente su gaveta, no se distingue de las demás que la enmarcan arriba, abajo, a derecha e izquierda, sino por una orquídea que languidece en su nicho desde hace ya largo tiempo.

Truman Capote está muerto de pies a cabeza desde hace exactamente 15 años, cuando hastiado de conservar vivo un cuerpo que llenó de placeres, alcohol y sicotrópicos de todo tipo, se dejó morir luego de repetidas y cada vez más largas estancias en diversos hospitales que usaba tan sólo como cámaras de resucitación.

Vino al mundo hace casi 75 años, de dos seres que en realidad le brindaron muy escasa alegría y que lo abandonaron cuando tenía seis años. Arch Persons, el padre, un perdedor profesional, embustero, charlatán que consiguió, acaso, una sola victoria: contraer matrimonio con la que sería madre del escritor. Ella, Lillie Mae Faulk, una mujer hermosa con naturales aspiraciones de una existencia digna, conquistó con un caer de ojos al que sería padre de Truman. Al paso de un sexenio, en un solo día mandó al demonio al fracasado de Arch y al infeliz de Truman que poca participación tenía en el enredo. Arch, por su lado, los dejó a los dos. El niño que sería escritor y que llegó a padecer ataques de pánico tan sólo de sospechar que lo abandonarían, llevó hasta que fue mayor de edad el nombre de Truman Streckfus Persons. Aunque luego de un tiempo, para regresarle la cortesía a sus progenitores, tomaría los apellidos del segundo amor estable de Lillie Mae: Joseph García Capote, hispano-cubano, que fue su ejemplo masculino.

La literatura vino a salvarlo de la soledad, pero no del abandono. Escribió con enorme talento literario y periodístico. En 1948, a los 23 años, luego de llenar páginas y más páginas con historias breves que desecharía, dio a conocer su primera novela en la que estaban ya el genio y la dolencia. Otra voces, otros ámbitos, narra la historia de Joel Knox, un precoz muchacho de 13 años que hace maletas y se lanza a la aventura de descubrir el sur estadunidense para rencontrarse con su padre. No podrá perdonarlo y carga él con la culpa ajena:

''Dictó sentencia contra sí mismo: culpable; sus propias manos se prepararon a cumplir el veredicto; magnetizadas, encontraron una bala, la robada a mister Radclif (mister Radclif, perdone por favor, nunca tuve intención de robarle), y metiéndola en la vieja pistola del comandante Knox (muchacho, Ƒcuántas veces te he dicho que no toques esa porquería? Mamá, no riñas ahora, mamá; me duelen los huesos, estoy encendido... Los buenos mueren helados, los perversos en llamas. Los vientos infernales son azules con el éter dulce de las flores de la fiebre; niños cornudos con lenguas viperinas bailan en praderas que están en la superficie del sol con los botines de todos los robos atados a sus colas, como latas sujetas a las de los gatos, símbolos de una existencia criminal) se metió la bala en la cabeza."

 

El principado del nuevo periodismo

 

Le llegó el éxito. Y siguió con la escritura, apoderándose de las herramientas que lo llevarían a hacer la real obra maestra. Mucho antes de ella, en el 49, compiló para Un árbol de noche varios cuentos en los cuales se incluye ''Niños de cumpleaños". Recordemos que su madre lo abandona y que Truman no se perdona. Comienza así el texto: ''Ayer por la tarde, el autobús de las seis en punto atropelló a la señorita Bobbit. No sé muy bien qué decir en realidad, sólo tenía diez años; pero sé que en este pueblo nadie la olvidará".

La culpa de otros fue paliada en su momento por un grupo familiar compuesto por mujeres a las cuales Truman fue encargado cuando niño. De entre ellas, sobresalieron las atenciones de Sook Faulk, a quien dedicó una de sus primeras obras redondas, El arpa de hierba, en donde la autobiografía es recurrente si bien camuflada: ''Creo que mi padre y mi madre estaban muy enamorados. Cada vez que él tenía que irse de viaje para vender frigoríficos, ella se echaba a llorar. Mi padre se casó cuando mi madre sólo tenía dieciséis años... Y ella no vivió siquiera lo suficiente para alcanzar los treinta. La tarde en que murió, mi padre, sin dejar de gritar su nombre, desgarró todas sus ropas y se puso a correr desnudo por el patio".

Los diamantes llegaron a Capote en 1958, cuando da a conocer Desayuno en Tiffany's, su primera novela corta de madurez:

''Por todos los rincones, hasta en el baño, había fotografías de ruinas romanas que el tiempo había vuelto parduscas. Una sola ventana, y daba a la escalera de incendios. A pesar de todo, mi espíritu se regocijaba siempre que sentía en mi bolsillo la llave de aquel apartamento; cierto, era lóbrego, pero no dejaba de ser mi casa, la primera, y allí estaban mis libros y los jarros llenos de lápices romos, esperando que alguien los afilara; en mi opinión, todo cuanto necesitaba para convertirme en el escritor que deseaba ser."

El principado del nuevo periodismo lo consiguió indagando durante seis años la verdadera historia de Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, quienes cometieron homicidio múltiple en contra de la familia Clutter, de Kansas. Así llega la muerte en A sangre fría: ''Dewey los había visto morir, pues se había contado entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y allí también, con inesperada elegancia, estaba el verdugo, proyectando una larga sombra desde su plataforma sobre los trece escalones de madera. El verdugo, individuo anónimo, endurecido, importado especialmente de Missouri para el evento, por el que recibiría seiscientos dólares, llevaba un viejo traje cruzado, a rayas, demasiado holgado para su escuálida figura: la chaqueta le llegaba casi hasta las rodillas; y llevaba en la cabeza un sombrero de cowboy que quizá fue verde brillante, pero que ahora se había convertido en una cosa extraña, desteñida por el sudor y el tiempo".

 

Imperdonable, la culpa ajena

 

Las amistades, el reconocimiento, el alcohol, las múltiples pastillas al margen de la ley que comenzó a consumir, llegaron al mismo tiempo. Saldada a medias la deuda que nunca contrajo, Capote disfrutó el golpe de sangre y se lanzó por las avenidas de La visita del día de gracias (1968) y Ladran los perros (1973). En el 80 recapitula sobre lo que han sido su oficio y su vida. De nuevo los reflectores lo iluminan, Música para camaleones, magistral de suyo, viene acompañado de ''Ataúdes tallados a mano" y ''Conversaciones y retratos", en donde se ofrece franco, poderoso, cínico y gentil a los tiburones que lo rodean. Inicia el declive, pero Truman no lo sabe.

El párrafo que le dedica a Mailer, su principal detractor-seguidor, es memorable: ''Varios críticos se quejaron de que 'novela real' era un término para llamar la atención, un truco publicitario, y que en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de mi experimento y enseguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, que ganó un montón de dinero y de premios escribiendo 'novelas reales' (Los ejércitos de la noche, La canción del verdugo), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como 'novelas reales'. No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio".

Tres años más tarde, el inicio de la caída libre recayó en su libro Una navidad, que cierra con el último recuerdo a su padre: ''Fui con Sook a la oficina de correos y compré una postal de un penique. Hoy, todavía existe esa postal. Fue encontrada en la caja de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había escrito: 'Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a pedalear muy rápido en mi avión estaré muy pronto en el cielo así mantén los ojos abiertos y sí te quiero Buddy'".

Plegarias atendidas fue póstumo y condenado de antemano, aunque delicioso.

Por su parte, Truman nunca se perdonó la culpa ajena: ''Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio".

Muerto para toda la vida y archivado para siempre, Truman Capote, quince años hoy. Quince.