Ilán Semo
El miedo y sus métodos
El fantasma de la alternancia presidencial en el año 2000 es una de las claves para comprender los giros de la política oficial en los últimos meses. El envío de (más) tropas al estado de Chiapas ha sido el más reciente.
La ocupación de nuevas posiciones en la selva y sus derrredores, la concentración de modernas armas de ataque y las órdenes de intimidar a la población vaticinan días aún más aciagos en los territorios ocupados por el EZLN. La guerra en Chiapas se ha revelado finalmente como el Gólem que se auguraba desde su origen: un conflicto en el que la política de las armas aparece como la única arma de la política.
Asombra la actual exposición de los desplazamientos militares. En cierta manera, recuerda a los primeros meses de 1994 y a febrero de 1995. Dos momentos cercanos a la ingobernabilidad. Una vez más, la guerra ha dejado de ser una nota para volverse una noticia. El desolador espectáculo de las armas reafirma la fragilidad de los equilibrios políticos en los que se asienta el itinerario más frágil del país: el año de la sucesión presidencial. Reafirma también la irresponsabilidad de quienes se han negado a negociar.
En la historia, escribe Ischig Berlin, la noción de casualidad es abundante; por esto en la política las coincidencias son frecuentemente todo o casi todo. Hace un año, la misma campaña militar habría cobrado, al menos para la opinión pública nacional, un significado distinto. Hoy proyecta sus inevitables sombras sobre los dos procesos que habrán de definir en las próximas semanas la fisonomía de las elecciones presidenciales: la posibilidad, todavía hipotética, de que la oposición forme una alianza; y la trifulca pendenciera y peligrosa que el PRI ha dado en llamar ``elecciones primarias''.
Afirmar que el avance militar obedece a la preocupación de proteger yacimientos petroleros es un argumento falible. Las guerras de Kuweit, Chechenia y Nigeria son los recordatorios recientes de las fuerzas que puede desatar un conflicto de esta naturaleza. Nada en Chiapas apunta hoy en esa dirección. Además, el EZLN, a saber, no ha pretendido hasta la fecha el control sobre los indudables yacimientos de la región. La razón es sencilla: perdería una parte de su apoyo internacional, y no ganaría, a cambio, más que promesas vagas ocultas en el subsuelo.
El dilema actual (y central) del régimen de Ernesto Zedillo es cómo asegurar una votación mayoritaria para el PRI en las elecciones del año 2000. Es un dilema sin soluciones obvias, sobre todo en las manos de Zedillo. Incluso si la oposición no logra concertar una alianza, las posibilidades de triunfo del partido oficial son tan buenas (o tan malas) como las del PAN o las del PRD. La suma de historias, estadísticas y encuestas de la geografía electoral muestra que la votación nacional es un volado dividido de manera impredecible entre tres. Nadie tiene nada asegurado, y menos aún la mayoría. Si el PRI todavía gobierna, la que reina es la incertidumbre.
Cabría preguntarse si, guiada en parte por la (funesta) certidumbre que se espera de la violencia y en parte por una suerte de automatismo de repetición, la vieja maquinaria oficial ha decidido, para reducir los márgenes de incertidumbre, volver ahí donde encontró las ``soluciones'' de 1988 y 1994: el laberinto del miedo. Las preguntas que se hace la política del miedo son arcaicas y desmoralizadoras: ¿cómo transformar al adversario en un representante del caos?, ¿cómo asociarlo con la incertidumbre?; ¿cómo convertir al cambio en un deseo que no se desea?, ¿cómo hacer de la parálisis la única ``solución'' posible, el ``mal menor''?
Es difícil adivinar los objetivos propiamente militares de la campaña que ha emprendido el ejército en Chiapas. Carlos Montemayor los ha explicado recientemente en estas páginas (La Jornada, 17 de agosto). Pero su efecto de disuasión sobre la política nacional es el teatro de la inmovilidad. Acaso la misma inmovilidad que mantiene a la UNAM frente al umbral de lo peor y que pretende convertir al IFE en un territorio de zozobra. ¿Qué sigue? Es dudoso que se trate de una ``estrategia''. Sin embargo, en la política los horizontes (sobre todo los sórdidos) se fijan por reiteración y acumulación de hechos. ¿Qué otro horizonte pueden allanar --voluntaria o involuntariamente-- estos hechos que la partición próxima de la geografía electoral en una zona del miedo y otra de la duda?
Contra los dictados de la lógica, el método del miedo entrega previsiblemente el consenso a quien lo induce. La razón es un oxímoron: el orden disemina el sentimiento de zozobra para reafirmarse como el costo menor del orden mismo. Yeltsin, que tenía a la mitad de Rusia en contra a la otra bajo la desilusión, logra ganar las elecciones por el efecto de una guerra que él mismo provocó: Chechenia. Si se recuerda, la primera campaña de Milosevic contra Croacia está destinada a situar a los serbios frente a un espejismo que, hasta la fecha, sigue siendo mortal: el caos o yo.
La transición mexicana ha sido, afortunadamente, ajena a estos excesos, aunque no al rigor de este método. ¿De qué otra manera se puede entender la forma en cómo Carlos Salinas se impuso en 1988? ¿O la polarización del electorado producida por la rebelión de Chiapas en 1994? Es temprano para vislumbrar el inhóspito destino --que también puede ser falible-- de este otro ciclo de la política mexicana. Acaso sólo una máxima le es cierta: un gobierno erigido sobre un voto del miedo no puede esperar de la sociedad más que una factura de desconfianza, inmovilidad y pérdida de sentido.