HAY MOMENTOS de aceleración del tiempo histórico en que la coherencia con el pasado se vuelve un acto de suicidio colectivo. Una forma de pereza intelectual destinada a dar nobleza a la incapacidad de entender e interactuar con las fuerzas que moldean el presente. El desconcierto frente a un futuro cargado de retos inusitados se transmuta en un deseo irracional de seguir el culto de las ``bellas banderas'', como decía Pier Paolo Pasolini. Y, en estos casos, la política se transforma en un culto de la noble derrota, en nombre de verdades envejecidas. Esto es lo que, y me disculpo por decirlo tan brutalmente, ocurre hoy a una parte no pequeña de la izquierda latinoamericana.
Acabo de leer un libro que describe este síndrome en la historia de la Nicaragua sandinista. Me refiero al Adiós muchachos de Sergio Ramírez: una reconstrucción de la epopeya (que esto fue) de la lucha sandinista contra el régimen somocista y un intento de explicación de la derrota del sandinismo hecho gobierno. Hay aquí, más allá de las intenciones del autor, mucho más que Nicaragua. Estamos frente a una historia ejemplar que debería ser leída con cuidado por todos aquellos que en estas partes del mundo se enfrentan a un subdesarrollo hecho de miseria, retórica patriotera e instituciones de baja legitimación social.
Antes de entrar en el mérito una afirmación preliminar. La salida del subdesarrollo, en medio de las gigantescas dificultades que una operación histórica de estas dimensiones supone, requiere ya no de iluminaciones vanguardistas sino de la construcción de amplios consensos sociales y políticos capaces de construir instituciones estables mientras se activan procesos creativos de transformación económica. ¿Cuál fue el gran mérito del sandinismo en Nicaragua? El de ser expresión de la vergüenza moral colectiva frente a las miserias del somocismo y ser, al mismo tiempo, el eje de una amplia alianza social entre campesinos, intelectuales, clases medias y una burguesía interesada en la modernización del país. ¿Dónde y cómo perdió el sandinismo la capacidad para guiar una transformación sostenible del país? Esta es la pregunta que todavía espera una respuesta satisfactoria.
Más allá del peso devastador que tuvo la intervención militar indirecta de Estados Unidos, a través de la contra, es necesario reconocer, como lo hace con honestidad Sergio Ramírez, el papel de dogmas económicos y políticos que llevaron al sandinismo a alejarse progresivamente de la realidad del país. ¿Cuáles fueron las claves de ese alejamiento? Fundamentalmente dos: la adopción del marxismo-leninismo como ideología sandinista y, por consiguiente, la ruptura de la amplia alianza social que podría haber sido base sólida de la reconstrucción del país. Dice Sergio Ramírez: ``Bañándonos en las aguas lustrales de la ortodoxia ideológica, obteníamos nuestro certificado de virtud, (pero) el ejercicio vertical de la autoridad más que una aportación leninista era parte de la más arcaica cultura política del país amamantada en el caudillismo'' (p.113).
El autor menciona una píldora de esa ingenuidad heroica: un influyente asesor del Ministerio de Planificación que en 1981 sostenía que para aumentar en 20 por ciento el producto interno bruto era suficiente expropiar 20 por ciento de las empresas privadas (p.231). En vez de entregar la tierra a los campesinos, su aspiración secular, se crearon cooperativas que eran más ficciones burocráticas que unidades productivas viables. Un doble camino al desastre: la ruptura política con la burguesía no somocista y la afirmación de una visión centralista del desarrollo económico. Me pregunto cuánta parte de estas visiones siga viva, en versiones nacionales distintas, en la cultura política de la izquierda latinoamericana de la actualidad.
Permítaseme una afirmación algo temeraria. Hace quinientos años, la llegada de los españoles encontró en América sociedades congeladas en centralismos tlatoánicos y en rigideces sociales paralizadoras del potencial social colectivo. En la actualidad la nueva versión de los conquistadores de antaño es ese poderoso movimiento histórico a la globalización. Contestar con dogmas envejecidos a esta nueva corriente histórica, es la mejor forma para pavimentar un nuevo ciclo de modernización excluyente.
Para ninguna generación es tarea fácil decidir qué conservar y qué superar del patrimonio cultural heredado. Pero mantener el apego a los dogmas de un pasado derrotado es la mejor forma para convertir la izquierda en una fuerza paralizada en la contemplación ideológica del futuro que no fue.