PROGRESO SE LLAMA AHORA el nombre del juego. Reforestación y defensa del medio ambiente le pusieron hasta hace apenas dos semanas. Combate a las drogas le nombraban hace cuatro meses. Freno a los conflictos intercomunitarios fue como lo bautizaron inmediatamente después de la masacre de Acteal. Como cuidado de las fronteras, de las presas y los pozos petroleros lo mencionaban más antes. Defensa de la soberanía nacional le han dicho siempre.
Muchos nombres y un solo juego: la guerra. Muchas explicaciones para justificar una sola acción: el despliegue creciente de tropas en las comunidades indígenas de Chiapas para cercar a la comandancia zapatista. Muchas palabras para cubrir de silencio el deseo de romper con la fuerza de las armas y de las balas de los programas de bienestar el espinazo de la resistencia rebelde.
Como una soga que paulatinamente reduce su diámetro para ahorcar a su presa, así el Ejército ha ido colocando en la Selva y los Altos chiapanecos un creciente número de cuarteles, cada vez más cercanos entre sí. Por los caminos hechos en nombre del mejoramiento avanzan tanto los equipos de construcción como las máquinas de guerra. Por allí no transitan ni el café ni el ganado ni las mercancías de los campesinos; circulan vehículos blindados, tanquetas, armas y soldados. Con la brecha y los militares llegan a las comunidades, prostitutas, drogas y enfermedades; a través de ellas saldrán las maderas preciosas y las especies en extinción que la Reserva de Montes Azules debería proteger.
Mientras los políticos del gobierno hablan de paz y diálogo, el Ejército hace lo suyo, de preferencia en silencio. En maniobra de distracción, el bufón interino que despacha en el palacio de gobierno de Tuxtla Gutiérrez vocifera, entre sueños etílicos, llamados a la restauración del orden y representa el papel de villano en permanente huida hacia adelante. Envuelto en el más ramplón chovinismo de patria chica, el representante del centro en Chiapas con frecuencia se extralimita en su libreto y olvida que no se debe morder la mano del amo. Deseoso por dejar atrás a sus antecesores en la galería de la ignominia local se esmera religiosamente en su encomienda represiva, y asume los costos de decisiones que no son suyas. Por más que haya participado gustosamente en ellas, la marioneta interina no estuvo al frente de la represión a los municipios autónomos durante 1998 ni del traslado de tropas a la comunidad de Amador Hernández. Esos operativos fueron responsabilidad de quien conduce las acciones de contrainsurgencia.
Durante los últimos días, el Ejército dio un fuerte jalón a la soga antizapatista. Estableció nuevas posiciones y movilizó más tropas alrededor del campamento rebelde de La Realidad. El nombre del juego ha sido el de la reforestación y el desarrollo, el de los árboles y los caminos. Está preocupado por la creciente influencia del EZLN en esa franja de la vida política nacional que no pasa por las elecciones.
Un inesperado viento de malestar social ha comenzado a soplar, desde abajo, en muchas regiones del país. Y ese viento se ha dirigido, inevitablemente, hacia la Lacandona. Los rebeldes han invertido su tiempo y autoridad en facilitar el tejido invisible de la resistencia popular que no quiere sujetarse al calendario de la sucesión presidencial. Hasta el sureste mexicano han llegado comisiones de maestros democráticos, trabajadores electricistas, promotores de la defensa de la cultura y estudiantes en lucha para entrevistarse con la comandancia insurgente. Estos movimientos no quieren sujetarse a las reglas de la política institucional. Se han vuelto incomprensibles para la clase política. Frecuentemente son inmanejables. Y su confluencia, particularmente la de los jóvenes huelguistas universitarios con los indígenas alzados, ha puesto nervioso a los responsables de la política nacional.
A los ojos del poder, la suma de los distintos vientos de protesta que corren en el país amenaza con volverse una tempestad. Y lo último que quiere, en medio de una fuerte pugna interna y de la inminencia del recambio presidencial, son actores incontrolados en el tablero político.
El último jalón de soga contrainsurgente busca, al menos, enmontañar a la comandancia zapatista y romper la convergencia de las resistencias; limitar su influencia: contener su ejemplo. Al poder no parece preocuparle el costo que deberá pagar por esta acción ni la crispación social que provocará ni el peligro de que se reanuden las acciones armadas. Asustado como está, el poder parece decidido a jugar a la guerra.