n Breve manual para leer a Borges n

n Tomás Eloy Martínez n

En una reveladora entrevista de 1979, Borges dijo que ''todo escritor deja dos obras: una, la escrita; otra, la imagen que queda de él (...) Quizás a la larga la imagen del hombre borre la obra".

La misma idea se despliega, de modo más sesgado, en los ensayos sobre Whitman, Wilde, Chesterton y Hawthorne publicados en Discusión (1932) y en Otras inquisiciones (1951). La tesis central de la ''Nota sobre Walt Whitman" incluida en Discusión es que la crítica tiende a identificar erróneamente al autor de un texto con el personaje creado por esos textos. Subraya que los autores construyen un personaje y que muchas veces son conocidos sólo a través de esa representación, de esa imagen virtual. Lo que se lee, con frecuencia, no son los textos de un autor sino el personaje construido por esos textos.

El equívoco se abate ahora también sobre el propio Borges. Los estrépitos del centenario han desencadenado sobre los lectores un alud de ensayos, exégesis, conversaciones, recuerdos personales, anécdotas vanas y hasta la reedición de obras que Borges -a pesar de su tolerancia a veces excesiva con los deseos de los otros- había prohibido reproducir. Por paradójico que parezca, la inmensa fama de Borges está impidiendo leer al inmenso Borges. Lo que se lee ahora es, ante todo, el personaje que él dejó tras sí: ese anciano sabio y ciego que tenía respuestas para todas las preguntas del mundo y que vagaba entre los laberintos de una biblioteca inaccesible a sus ojos.

 

Obsesión por la eternidad

 

En 1961, poco después de haber recibido el premio Formentor, Victoria Ocampo pidió a Borges elegir los textos que, a su juicio, lo representaban mejor. El breve volumen, de 200 páginas, fue publicado ese mismo año por la editorial Sur con un título explícito, Antología personal. En el escueto prólogo, Borges declara, con raro énfasis: ''Mis preferencias han dictado este libro. Quiero ser juzgado por él, justificado o reprobado por él".

El orden de los textos no es el cronológico, sino -como Borges apunta- el de ''simpatías y diferencias". Casi todos los cuentos obvios están allí: ''La muerte y la brújula", ''El sur", ''Funes el memorioso", ''El Aleph", ''La busca de Averroes", ''Las ruinas circulares", ''El fin", aunque faltan al menos tres igualmente obvios: ''Pierre Menard, autor del Quijote", ''Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" y ''El jardín de senderos que se bifurcan". Entre los poemas, es llamativa la ausencia de ''Fundación mitológica de Buenos Aires", cuyo ''apócrifo color local" Borges no podía entonces ''recordar sin rubor". Una segunda antología personal, entregada a Emecé en 1968, condescendió a cubrir esas voluntarias omisiones.

Un hombre nunca es -como el río de Heráclito- el mismo hombre al día siguiente, pero Borges se mantuvo, como pocos, fiel a los temas y a los tonos de sus textos de madurez, los de los años cuarenta. Su obsesión era entonces -y lo fue hasta el final- la eternidad, la repetición infinita de los hechos y de las cosas bajo otras formas y con otros nombres.

Cuando empecé a leerlo, en la adolescencia, lo que me deslumbraba en Borges eran los infinitos movimientos de la identidad, en los que habían algunos ecos de Poe. Sentíamos que, por primera vez desde el Siglo de Oro, la lengua castellana encontraba en los austeros textos de aquel argentino la grandeza que habían disipado los escritores regionalistas. Sentíamos que, a través de Borges, el lenguaje de América Latina adquiría una densidad y una intensidad capaz de expresar también todo el universo.

Cierta vez, en una clase de griego, el profesor me sorprendió leyendo ''La muerte y la brújula" y me reprendió delante de todos.

-Para qué pierde el tiempo con un autor argentino -dijo-, en vez de leer a Tucídides.

(En aquella época estudiábamos a Tucídides.)

-Sucede que éste es mejor -le repliqué, convencido.

Para los adolescentes de los años cincuenta Borges era, además, un escritor secreto, de culto. Creíamos que uno solo de sus relatos o de sus poemas -el ''Poema de los dones", por ejemplo, o el conmovedor ''Límites"- equivalían a toda la literatura. Hace pocos meses, un profesor de Rutgers, que había leído un solo cuento de Borges -''La busca de Averroes", en traducción al inglés-, me dijo que esas pocas páginas habrían bastado para que le dieran el Nobel. Leer a Borges sin que ese placer sea enturbiado por el personaje Borges es algo que parece estar vedado ahora a los latinoamericanos.

Frecuenté muchas veces a Borges en los años sesenta, a veces acompañándolo a cruzar la calle, en Buenos Aires, y caminando con él un par de cuadras. Durante esa década y las dos siguientes fui incorporando a la Antología personal de 1961 unos pocos textos que me parecían invalorables. Añadí ''La intrusa", ''El Evangelio según Marcos", ''El libro de arena", ''Juan López y John Ward", las conferencias sobre la ceguera y sobre la Cábala que están en Siete noches. El único volumen que me llevé al exilio en 1975 fue El libro de arena y durante cuatro meses no leí otra cosa que sus trece cuentos, interminablemente. Creo que en esas escuetas páginas y en sus antologías personales de 1961 y 1968 cabe todo lo que Borges fue y lo que seguirá siendo.

Las dos últimas veces que vi a Borges ya no era Borges sino su gloria. Primero, fue en Venezuela, en 1979. Entró silencioso, modesto, en el Ateneo de Caracas, y cuando los reflectores se volvieron hacia él, abrumándolo, la gente lo coronó con una ovación de diez minutos. Un escritor venezolano que estaba a mi lado me codeó y dijo: ''Míralo bien. Es Homero, es Dante, es toda la literatura".

Cinco años más tarde volví a encontrarlo en la Universidad George Mason, en Virginia, donde miles de estudiantes lo oyeron de pie, en devoto silencio. Le oí decir entonces que dictaba prólogos y poemas en los aviones y que el aplauso de los hombres era una forma inmerecida de felicidad. En esas dos ocasiones me inquietó verificar, sin embargo, que muchos de los que aclamaban a Borges no habían leído jamás a Borges. Algunos suponían que era el autor del Ulises y que su elegante inglés había sido aprendido en el Trinity College de Dublín. Otros, más certeros, lo confundían con Cervantes.

Tal vez no haya mejor homenaje a Borges en este centenario de su nacimiento que olvidar los artículos de circunstancias escritos en el apuro de las redacciones y los libros de juventud que descartó de sus obras completas, y volver a leer los textos por los que él prefirió ser juzgado. De todo autor siempre quedan sólo unas pocas páginas, algunas imágenes, una estrofa imprescindible, una trama que otros reproducen sin saber que es ajena. Borges perdura en esas líneas inmortales y no en el personaje trivial que han ido construyendo los años.