Las líneas se trazaron sobre el papel secante con una desaliñada gracia que le detuvo la mano. Espérate, dijo para sí, qué te traes. Había una claridad en el cielo sin nombre, de una dureza azul y mineral. Todo se alcanzaba a distinguir. Y su mano, en obediencia de nada, tenía cosido del rabo al paisaje.
Mas para Dalia aquello era ya, y en exceso, otra cosa, y tal cual se lo dijo al Steven. Este, labrando con su navaja una rama, la volteó a mirar.
-Cómo va a ser -dijo él en tono muy vago.
-Mira -dijo ella, señalando al desfiladero.
-Miro -concedió él, inclinando el tronco hacia la ladera, no como quien se agacha, sino como quien se asoma.
-¿Todavía lo dudas? Ya es otro rollo.
-No que lo dude -dijo él-, lo que no sé es si quiero que suceda.
-¿Y de cuándo acá iban a pedir tu opinión?
La caravana de mercaderes, en sus vehículos pulidos y superpintados, pasó tocando platillos y agitando banderas de muchos cuadritos y listones, que eran una aburrición. Dalia no pudo seguir dibujando. Se percató, con íntima satisfacción, que sus trazos primeros ya captaban el torno del desfiladero, las laderas de enfrente, las copas, y pasado el montículo de Forbes, la cuesta empedrada que conducía al almacén de los dones.
Dalia dijo:
-No quiero ver.
-Tenemos -reconvino Steven.
Pero Dalia ya había decidido. No habría compromiso, por familiar y conveniente que fuera, que la hiciera salir al encuentro de esos payasos.
La decisión implicaba romper con la casta, al menos nominalmente. El Steven insistió, sin creer todavía que Dalia hablara en serio.
-Pero, ¿de verás?
El empezó a irse. Se detuvo. Regresó unos pasos. Miró a su hermana inquisitivamente, esperando de ella un cambio de opinión, pero Dalia no se iba a bajar del burro, no iría a la vergonzosa venta de sus destinos. Ella conservaría el suyo. Y para dejarlo bien subrayado, empezó a mover la plumilla sobre el secante, y con los hombros pareció decirle al Steven pues ai te ves.
El Steven no tenía esa independencia de criterio. Al menos entonces. Dobló y aguardó su navaja en la bolsa bombacha del pantalón y tiró cuesta abajo, en un largo trazo en el aire, la rama que estaba labrando.
-No... -alcanzó a exhalar de la sorpresa Dalia-, no debiste tirarla, te estaba quedando muy bien.
Steven ya no insistió. Vaso corriendo, como si a su edad aún debiera temer algún castigo paternal, se esfumó.
Dalia se mantuvo. Le bastó ver a lo lejos las gorras amarillas y los cascos y las plumas gordas de esos farsantes, el ruido de mala música que hacían sus hugonotes, para convencerse de que siempre supo. No les concedería el favor de dirigirles la palabra, de cruzárseles siquiera. Terminó en pocos trazos más, con economía de líneas, el perfil de la barranca que en ese preciso momento y para siempre se disponía a abandonar.
Sola y su alma, se incorporó, recogió su blanca bolsa de echarse al hombro y ya. Antes, corrió el zíper, escarbó y extrajo su teléfono celular y una calculadora, y trazando mejores elipses que el palo inconcluso de su hermano, los arrojó lejos. Los vio astillarse, diminutos, y todavía rodar en fragmentos. Y caminó en la dirección opuesta de la ladera. Ella no sería mercader.