Héctor Aguilar Camín
Chiapas y la UNAM
Los conflictos de Chiapas y la UNAM tienen un aire de familia. La filiación ezelenita del discurso de muchos dirigentes paristas es clara. Lo es también la pretensión pública del subcomandante Marcos de tirar línea a los huelguistas garantizándoles que ellos también, como el EZLN, representan la dignidad, la resistencia y la promesa del cambio en México. Los estudiantes han dicho no a la propuesta de los maestros eméritos acudiendo a una metáfora ezelenita: levantar la huelga sin haber ganado su pliego petitorio sería como si el EZLN entregara las armas ante las simples promesas del gobierno. Decenas de muchachos paristas han acudido a Chiapas a engrosar la causa del EZLN y a apoyar a sus hermanos de las comunidades zapatistas.
La simetría mayor entre ambos movimientos no es, sin embargo, la de sus vínculos políticos, su afinidad ideológica o su gesticulación heroica. El parecido más interesante para la sociedad es que ambos son conflictos ante los que las autoridades han abdicado de la obligación de resolverlos. Han decidido dejarlos abiertos confiando en su desaparición por olvido, hartazgo o extenuamiento.
La abdicación fundamental que ha hecho la autoridad en ambos conflictos es la renuncia a aplicar la ley. El suyo es un mensaje público de tolerancia a la ilegalidad. No es algo que falte en la tradición política mexicana. De hecho, es una de nuestras tradiciones centrales. Es la vieja cultura política de México, acostumbrada a posponer la ley, la que ``negocia'' en Chiapas y ``dialoga'' en la UNAM. Ni negocia ni dialoga: deja hacer y deja pasar esperando que los conflictos se disuelvan solos. La pasividad tiene un sentido práctico. Chiapas y la UNAM no son conflictos que impidan el funcionamiento de la vida pública del país: simplemente lo inquietan un poco. Se puede vivir con esos fuegos prendidos en la certeza (la apuesta) de que no provocarán un incendio.
La autoridad actúa así por prudencia, para evitar violencias mayores, aun si violenta el estado de derecho. Pero actúa así sobre todo por presión de la opinión pública, que quiere una solución sin costo alguno, por medio del diálogo, aun si el diálogo no funciona, y en ningún caso por medio de la fuerza, aun si la fuerza es el único recurso que queda para evitar que se viole la ley. De algún modo, la gente y los medios saben que están pidiendo un imposible a las autoridades y por eso no presionan demasiado porque encuentren una solución, con lo cual se cierra el círculo: todos, autoridades y ciudadanos, acabamos estando conformes con esos conflictos sin resolver, conflictos de fuegos intermitentes, de los que nos ocupamos sólo cuando vuelven a explotar.
Es un modus vivendi que habla mal de los reflejos democráticos modernos de la sociedad y de un bajo compromiso con el cumplimiento de la ley. Dibuja en el horizonte el perfil de un Estado débil, sin autoridad ni fuerza para cumplir las tareas que le han sido encomendadas, la primera de las cuales es hacer cumplir a todos las reglas de la convivencia que rigen a todos. Si hay excepciones, tendrá que haberlas para todos y a la larga viviremos, como en el pasado, con el libro de las reglas bajo el brazo, aplicándolo sólo a los enemigos y a los débiles.
Es la gran asignatura pendiente del pluralismo y la democracia mexicanas: aplicar la ley sin excepción, lo cual querría decir en estos momentos poner las instalaciones de la UNAM en manos de las autoridades y limpiar el territorio chiapaneco de todo grupo armado que no sea la fuerza pública en que se apoyan las autoridades legalmente constituidas.
Eso no sucederá mientras los chiapanecos y los universitarios no lo exijan con claridad y sin tapujos, de manera que la inacción empiece a volverse para la autoridad más costosa que la acción. Por lo pronto, la inacción es menos costosa en el corto plazo y todos, autoridades y ciudadanos, la siguen comprando.