La Jornada Semanal, 22 de agosto de 1999
Tradicionalmente habían sido las antologías o los ensayos críticos el procedimiento con que la república de las letras ponía en claro cuáles eran las obras representativas de nuestra literatura. En poesía, ese fue el papel que jugaron Antología del centenario (1910) de Pedro Enríquez Ureña, Luis G. Urbina y Nicolás Rangel, Antología de la poesía mexicana moderna (1928) de Jorge Cuesta, Poesía en movimiento (1966) de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, y Poesía Mexicana del siglo XX (1966) de Carlos Monsiváis, entre otras. Esa misma función desempeñaron los ensayos ``Algunos aspectos de la lírica mexicana'' de Enrique González Martínez, ``Introducción a la poesía mexicana'' de Xavier Villaurrutia, ``El clasicismo mexicano'' de Jorge Cuesta y ``Poesía en Movimiento'' de Octavio Paz. En la crítica, El ensayo mexicano moderno (1958) de José Luis Martínez permitió establecer un balance.
Sin embargo, sorprende ahora la pretensión de establecer la situación de la literatura mexicana con encuestas incompletas y apresuradas y con listas sacadas de la manga, como si la operación de enumerar y clasificar de golpe y porrazo estableciera una razón de fondo. ``La encuesta de Milenio'' de Arturo Mendoza Mociño, publicada en la revista Milenio (núm. 87, 3/V/1999), y ``Los 20 grandes libros de la literatura mexicana del siglo veinte'' de Christopher Domínguez, publicado en el suplemento El Angel (1/VIII/1999) del periódico Reforma, revelan el estado de inquietud y la agitación que dominan la literatura mexicana, pero también evidencian una falta de rigor en la manera como intentan redefinir cuál es el estado actual de nuestra poesía y, en general, de nuestras letras. En el caso de Mendoza, la encuesta resulta muy limitada, tanto por el número de las muestras como por el universo seleccionado. Los resultados son interesantes, pero dudosos por la parcialidad de la base de datos. En el caso de Domínguez, la lista significa un salto de sus interesantes pero caprichosas opiniones, a la configuración de un discutible cuadro general de grandes obras. Si la sabrosa y picante ``parrafología'', que él ha practicado en ``Escalera al cielo'', ya ofrecía muchos puntos débiles por la ligereza de los dictámenes, la ``canonlogía'' propuesta ahora es una aberración. Ya resulta sospechoso excluir del canon de la poesía mexicana a Jaime Sabines, pero omitir Piedra de sacrificio u Horas de junio de Carlos Pellicer representa, para la crítica de poesía, una locura. También es descabellado considerar Incurable de David Huerta (un libro esencialmente retórico -Evodio Escalante diría algodonoso) por encima de libros de autores imprescindibles nacidos entre 1918 y 1940. También es muy difícil eliminar de las obras clave de nuestra literatura Cómo leer en bicicleta de Zaid o Días de guardar de Monsiváis o Hernán Cortes (un texto histórico que por su calidad es un texto literario) de José Luis Martínez. Habría que agregar que varios poetas que han publicado entre finales de los setenta y principios de los noventa tienen, por lo menos, tanto interés como David Huerta.
Domínguez puede perfectamente bien configurar listas tentativas de cuáles son las novelas y los cuentos más importantes en el siglo, ya que él realizó, en Antología de la narrativa mexicana del siglo XX (1989), un estudio detallado y con una coherencia indudable. A partir de este libro sus opiniones tienen, lo queramos o no, un fundamento. Pero no sucede lo mismo con los otros géneros, en particular con la poesía. Sobre este tema, las opiniones de Domínguez son superficiales e infundadas, como ya había puesto de manifiesto el apresurado texto publicado, como apéndice final (``Poesía contemporánea de México''), en Literatura mexicana del siglo XX (1995). En esa intentona de ensayo, Domínguez mostraba no sólo falta de puntería en sus jerarquizaciones sino, lo que es más grave, falta de sensibilidad en la comprensión de la poesía. Cuando Christopher Domínguez dice: ``La vieja discusión entre la torre de marfil y la miseria de los hombres... parece no tener fin'', exhibe la idea equivocada y simplista que tiene de la poesía mexicana. Por eso, al afirmar un poco más adelante que ``se hace necesario buscar una mirada nueva'' y proponer ``una actitud elemental para agrupar a los poetas, partiendo de su búsqueda en el poeta como realidad solitaria'', además de no entenderse lo que quiere decir con la frase ``búsqueda en el poeta como realidad solitaria'', olvida que la cuestión central de la poesía mexicana fue planteada hace sesenta y cinco años por Jorge Cuesta, cuando éste afirmó: ``La originalidad americana de la poesía de México no debe buscarse en otra cosa que en su inclinación clásica, es decir, en su preferencia de las normas universales sobre las normas particulares'', o cuando Villaurrutia dijo: ``la poesía mexicana se caracteriza por su continuidad''. Así pues, el problema de la poesía mexicana no es una lucha entre puros y coloquiales ni tampoco una exploración de quién sabe qué soledad, sino una relación extrema, tanto en el plano ``popular'' como en el plano ``culto'', con formas universales que la poesía mexicana, en un acto de radicalismo, ha torcido y, al mismo tiempo, conservado. Desde esta perspectiva, las mejores obras de la poesía mexicana han representado una lucha con la forma, como lo entendió Witold Gombrowicz, y con lo clásico, como lo entendió Jorge Cuesta. Es una pena que Christopher Domínguez aborde la literatura y la poesía mexicana con opiniones tan rápidas, más preocupado en calificar que en clarificar hacia dónde van nuestras letras. ¿Pretende Christopher Domínguez decirnos, a la Carballo, cuál es el canon de la literatura mexicana? Probablemente estamos presenciando, con todos sus despropósitos, la escenificación del complejo de Bloom que trata de conmensurar lo inmensurable.