La Jornada Semanal, 22 de agosto de 1999
En uno de los capítulos ya legendarios de Los Simpson, Bob Patiño, el compañero de escena de Krusty el payaso, organiza una complicada maniobra para inculpar a éste de asalto e intento de homicidio. Sus razones, nada despreciables, tienen que ver con el hecho de que Krusty abusaba de él constantemente en escena, algo que el espíritu refinado y fino de Patiño no podía resistir.
En un capítulo posterior, Patiño se fuga de la prisión e intenta asesinar directamente a Krusty estrellando fallidamente el avión de los hermanos Wright sobre su cabeza. En todos los casos, el sueño de Bob Patiño es, además de cobrar venganza por el maltrato, quedarse con el programa de Krusty, un payaso analfabeta ligado con la mafia, el juego, las drogas y la prostitución.
Después de ver lo que los medios de comunicación han hecho y dicho sobre el caso del asesinato de Francisco Stanley, uno no tiene más remedio que suponer que Matt Groening, creador de Los Simpson, toma su inspiración de la realidad pura y dura de nuestro país y, para muestra, la tragedia de Mario ``Bob'' Bezares, cuya dramática secuela aún no termina.
Tema habitual de noticieros radiales y televisión, junto con la huelga de la UNAM, las precampañas del PRI, la selección nacional y los Kennedy, la tesis de que Mario Bezares está implicado en el asesinato de Francisco Stanley, surgida a partir de su arresto domiciliario por parte de la Procuraduría del Distrito Federal, no sólo continúa siendo noticia sino que permite a los medios, y señaladamente a Televisión Azteca, tener algo que defender con pundonor -la ``integridad'' de la familia de la farándula- que los autorice moralmente a horrorizarse de las cosas que los estudiantes universitarios hacen en la UNAM; golpear los eventuales esfuerzos de los partidos de oposición para conformar una alianza; tomar partido por Labastida y regocijarse con las aventuras publicitarias de Roberto Madrazo. En fin, para mantener muy en alto la estatura moral que les permita no únicamente informar sino juzgar a los actores de las noticias.
En los dos últimos años, digamos, desde las matanzas de Aguas Blancas y Acteal, los medios electrónicos de difusión han ido perdiendo su autoridad moral frente a la sociedad en su conjunto. La autoridad que tuvo alguna vez Jacobo Zabludowsky, la que adquirió de forma meteórica Gutiérrez Vivó en la radio, la que aún conserva Ricardo Rocha y las que han alcanzado algunos otros comunicadores, está siendo dilapidada de manera por demás generosa, precisamente por confundir la ética profesional con la moral personal.
Hace ya mucho tiempo, dedicarse al espectáculo era símbolo de una moral relajada y ello no tenía nada que ver con el profesionalismo de las personas. Uno podía apreciar su trabajo pero, ciertamente, no ser su amigo.
Hoy, sin embargo, las televisoras y los medios radiofónicos -también la sociedad, hay que decirlo- han llegado a creer que el profesionalismo y la ética profesional de un actor o un locutor tienen que ver con su moral privada. Esto ha producido el efecto, un tanto pernicioso, de creer que la autoridad moral del noticiero de una empresa tiene que ver con las conductas privadas de todos sus empleados; responsabilidad que, claro, recae fundamentalmente en los más conocidos.
De esta forma, para que Javier Alatorre irrumpa con sus grititos histéricos en contra de los estudiantes universitarios, haciendo señalamientos admonitorios contra lo que él -o tal vez más exactamente la televisora- considera una ofensa a la nación y a la autoridad, Mario Bezares no puede ser, ni remotamente, responsable del asesinato de Stanley.
Este es, por supuesto, un equívoco. Nada importa si tal o cual actor, actriz o locutor es divorciado, gay, consume cocaína o bebe en demasía, para que sea o no un profesional en su ramo. Nada tiene que ver tampoco con que la voz noticiosa de una empresa tenga o no autoridad para dar las noticias. No nos confundamos: no convirtamos el espectáculo de la vida en fuente de la legitimidad profesional.