La Jornada Semanal, 22 de agosto de 1999



Norman Thomas di Giovanni

Un ejercicio de traducción

Toda traducción es una contradeclaración poética, un modo de contra-decir un mundo. Norman T. di Giovanni relata su extraordinario encuentro con Borges, la aventura de leer un clásico y el placer de transitar con él por los imprevistos laberintos del lenguaje.

En noviembre de 1967 entré a la librería Schoenhof en Harvard Square, que se especializa en obras extranjeras, y pedí un ejemplar de los poemas reunidos de Borges. Cuando el dependiente me lo trajo, comentó:

-¿Sabía que Borges va a dar una conferencia aquí la semana entrante?

Ese fue el primer eslabón de una cadena invisible de causas y efectos que me llevaron a trabajar al lado de Borges, en una sociedad laboral que duró casi cinco años. También fue el primer engranaje de una red que pronto me conectaría con Buenos Aires en particular, el Río de la Plata en general, y con docenas de amigos alrededor del mundo.

Salí de la librería Schoenhof y me fui a casa con la Obra poética de Borges bajo el brazo. A la semana siguiente asistí a la conferencia que dio en el Memorial Hall. Pero, mientras yo escuchaba a Borges y leía los poemas en silencio, y después, cuando leí y estudié su poesía con más profundidad, me sentí transportado a otro mundo. Las palabras plasmadas en el libro y las que pronunciaba el hombre en el escenario sin lugar a dudas eran las mismas. Me impresionó la naturaleza noble y humana que irradiaba cada una de ellas. Descubrí esto por primera vez cuando me topé con los versos que Borges le escribió a su amiga Elvira de Alvear, una dama de la sociedad bonaerense cuya vida terminó en la locura. El poema, en forma de placa de bronce, ahora adorna la tumba de Elvira en el cementerio de La Recoleta:

Durante el otoño de 1967 y el invierno de 1968 la presencia de Borges causó gran revuelo en Cambridge. Pero quizá fui el único que, tras esa lectura de noviembre, al volver a casa le escribió una carta al autor. En ella le preguntaba si podría trabajar con él en la traducción al inglés de sus poemas. Le dije que, unos cuantos años atrás, yo había editado una antología de Jorge Guillén, el poeta español que durante años vivió y dio clases en la zona de Boston, y agregué que tenía planeado algo similar para editar los suyos. En ese punto la mano del destino jugó un papel decisivo. Borges era famoso por no contestar cartas y, sin embargo, esta vez lo hizo. Me pidió que lo llamara por teléfono y fuera a verlo. Le hablé. Me dijo que me presentara esa misma tarde y le llevase mis poemas.

-Todavía no tengo ninguno -respondí, aterrorizado.

-De todas maneras, venga usted.

Eso fue el 3 de diciembre. Toqué a la puerta de Borges, entré y me quedé durante casi cinco años.

Aquella tarde inicial hablamos sobre uno de sus poemas recientes que me gustó mucho. Trata de Hengist Cyning, un héroe anglosajón que fundó el primer reino de los sajones en lo que ahora es Inglaterra.

Cuando lo veo en retrospectiva, lo extraordinario del encuentro fue el hecho de que un poema acerca de un rey sajón del siglo v d.C. reuniera a un viejo escritor argentino con otro estadunidense más joven, en Massachusetts, y que los dos habláramos en un torrente de español e inglés. Lo que nos unía era, desde luego, la poesía y la música de las palabras. Al mismo tiempo descubrí que para Borges Jorge Guillén era el mejor poeta vivo en castellano. También supe que la hija del poeta español, vieja amiga mía, iba a acompañar a Borges en su clase de tres veces por semana sobre escritores argentinos contemporáneos. De modo que cuando le escribí aquella carta e invoqué el nombre y los poemas de Guillén, no pude haberme dado mejor recomendación.

Al cabo de un mes, Borges y yo ya habíamos planeado el volumen entero, que se convertiría en sus Selected Poems 1923-1967. Juntos escogimos cien poemas. Encargué a poetas-traductores que dieran forma a las versiones en inglés; hicimos los arreglos necesarios sobre los derechos con los editores argentinos, y le vendí el proyecto a una editorial estadunidense. Nuestro método consistía en hacer un borrador literal de cada poema incluido en la selección, lo que me servía para ayudar a los traductores a iniciar su trabajo y también para criticar sus versiones conforme las entregaban. A veces un poeta y yo intercambiábamos muchas cartas antes de que cada uno se sintiera satisfecho con el resultado. Sólo después de concluido el proceso le entregaba el poema a Borges para su lectura final. Casi una docena de poetas estadunidenses e ingleses participaron, y tanto Borges como yo nos sentimos satisfechos por la manera en que escritores tan distinguidos respondieron con tanto entusiasmo a este proyecto.

El invierno de 1968 fue una época importante para Borges. Cinco de sus libros podían conseguirse en inglés (los primeros dos habían aparecido en 1962); estaba en Harvard para impartir como profesor de poesía las seis conferencias de la prestigiosa cátedra Charles Eliot Norton, y en Estados Unidos el interés por su obra había alcanzado la cúspide. Gracias a los poetas que participaron en la elaboración de los Selected Poems se corrió la voz sobre el trabajo que hacíamos Borges y yo en nuestras reuniones. Al principio, se llevaban a cabo dos o tres veces por semana, pero al poco tiempo se incrementaron y me vi obligado a mudarme cerca de Cambridge para vernos a diario. Borges me urgía con su típica modestia:

-Cuando le escriba a los traductores, dígales que sus traducciones tienen que ser buenas, a pesar de mis poemas.

Desde luego, ése era precisamente el tipo de comentario que hacía que nuestros colaboradores redoblaran esfuerzos. Una serie de universidades en Boston y sus alrededores nos pidieron a Borges y a mí lecturas de nuestras nuevas traducciones y, unos cuantos meses después, nos invitaron a la YM-YWHA (Young Women«s Hebrew Association: Asociación de Jóvenes Hebreas) en Nueva York, para leer junto con algunos de los traductores.

Mientras tanto, casi por azar, llegó hasta mí una noticia insólita. En el curso de nuestro trabajo Borges fue el tema de una larga entrevista y de varias páginas de fotos en Life en español. Rita Guibert, la entrevistadora, acudía con frecuencia al departamento de Borges. En una ocasión la escuché preguntarle si alguna vez había trabajado con sus otros traductores igual que conmigo. El respondió que no, jamás. Su respuesta me pareció extraordinaria. En determinado momento los diversos editores y traductores de cada uno de esos cinco libros iniciales estuvieron en contacto con Borges, pero ninguno le consultó su traducción. Me pareció increíble que tantos hubieran pasado por alto algo tan obvio. Borges era una persona muy accesible, invariablemente mostraba su cooperación y hablaba muy buen inglés. El mayor recurso de todos -el autor mismo, empapado en la lengua y la literatura inglesas- había pasado inadvertido. Es más, encontré que el inglés de Borges era mejor que el de sus traducciones. Luego me confesó que, años antes, una traductora le había dicho que no podía encontrar un equivalente en inglés para El hacedor.

-Qué extraño -le respondió Borges-, porque el título no se me ocurrió en español, sino al contrario. Proviene del poeta escocés Dunbar. Desde el principio el título en español fue la traducción que hice del inglés.

El título, desde luego, era The Maker.

Durante esa misma época le pedí a Borges que me dejara traducir uno de sus cuentos. Para entonces llevábamos dos meses trabajando en los poemas, y yo sentía curiosidad de ver si podíamos aplicar el mismo método a una obra más extensa en prosa. Le advertí que no sabía lo suficiente acerca de Argentina como para traducir sus cuentos, de modo que sólo me atrevería a intentarlo si él me ayudaba. Le dije que de ese modo el producto final podría anunciarse como una traducción conjunta con el autor. A Borges le sorprendió mi propuesta:

-Desde luego lo ayudaré, pero, ¿no le dañará anunciar que colaboré con usted?

Le respondí que eso daría mayor autoridad al trabajo.

-Lo sé. Pero en mi país un traductor sentiría demasiados celos de compartir el crédito con el autor.

El primer cuento que tradujimos juntos -``La otra muerte''- resultó una de las experiencias más felices e inesperadas de mi vida. En total trabajé alrededor de una semana en ese relato, incluidas las tres tardes que pasé con Borges. Cuando terminamos advertí que habíamos logrado una versión más fiel al tono y al sentido originales, así como a las complejas intenciones del autor, que ninguna otra traducción de Borges existente en inglés hasta aquel momento. Por su parte, Borges dijo a unos alumnos de la Universidad de Columbia: ``Cuando intentamos una traducción, o una recreación al inglés, de mis poemas o de mis cuentos, no pensamos en nosotros mismos como dos personas distintas. Al trabajar creemos ser una sola mente.''

Antes de abordar ``La otra muerte'', desentrañé el cuento e hice un primer borrador. Incluía muchos elementos locales que sólo un argentino era capaz de entender, y sólo un argentino que hablara perfecto inglés podía explicar. Por tanto, resultaba inútil que yo intentara crear perfectas oraciones inglesas sobre algo que no entendía en su totalidad. De modo que fui dejando huecos. Quiero subrayar que, en este punto, mi intención consistía sólo en producir un borrador provisional para luego revisarlo con el autor, a fin de comprender con claridad el sentido de todas las palabras. Desde luego, cuando fluían oraciones sencillas en sólida prosa inglesa, las dejé fluir. Al terminar mi borrador se lo llevé a Borges. Le leía una frase en español, seguida del equivalente de mi versión en inglés. Donde había huecos, Borges me interrumpía antes de que yo pudiera explicarle la dificultad a la que me enfrentaba, y decía:

-Ahora, en el fragmento que sigue no le será posible entender tales cosas.

Y se lanzaba a exponer una elaborada descripción de la vida rural o de la historia del Río de la Plata que me daba exactamente lo que me hacía falta. Al poco tiempo se hizo evidente que las afinidades entre las pampas argentinas y las grandes planicies norteamericanas, con sus vastos pastizales para el ganado, eran más profundas de lo que podía advertirse en un principio. Tenía que haber términos comunes a ambos países para expresar las similitudes de su vida fronteriza. Y las hubo: siempre y cuando evitáramos el diccionario, cuyas equivalencias palabra por palabra a menudo son de muy poca ayuda.

Avanzamos con ímpetu y firmeza, oración tras oración. A veces sentíamos que mi propuesta era buena; otras revisábamos de manera exhaustiva. Cuando era necesario, Borges me corregía; cuando era necesario, le pedía que me aclarara algo. Muchas veces, en cuanto yo leía en voz alta una de mis oraciones encontraba formas de mejorarla antes de que él pudiera sugerírmelo. En algunos casos, me ofrecía una alternativa o una variación con la que yo podía volver a casa para experimentar. Intentábamos liberar a las frases de locuciones pesadas o indirectas. Las construcciones pasivas podían volverse activas; las negativas, positivas. Una frase como ``marchaban desde el Sur'', podía convertirse en ``en su camino hacia el Norte''. A estas alturas, nuestro objetivo era únicamente convertir todo lo que estaba en español en algún tipo de inglés. Para hacerlo yo tenía que entender a profundidad no sólo el texto sino las intenciones del autor. No importaba que, al término de esta etapa, el texto pudiera sonar algo literal o improvisado. Con frecuencia no lográbamos decidirnos sobre detalles como encontrar la palabra, frase o sentido correctos.

Tras una de mis sesiones con Borges volví a casa para mecanografiar lo que habíamos revisado juntos, a fin de darle forma o pulir oraciones y párrafos, esta vez en un intento por dar con las palabras exactas. Sólo consultaba el español para revisar ritmos y acentos. Me concentraba en cuestiones de tono, tensión y estilo. Para cualquiera que construya un fragmento de prosa y le preocupe el estilo, esto representa una lenta y detallada búsqueda de significados que encajen con los patrones de sonido que uno se repite incesantemente en la cabeza. Al finalizar esta etapa -sin duda la que más tiempo se llevaba- le leía a Borges el borrador casi definitivo para su aprobación final. Entonces pasábamos por alto el español y sólo remendábamos una palabra aquí o allá.

Aún recuerdo cuánto trabajo me costó esa primera y complicada oración de ``La otra muerte''. Era la típica frase con que Borges inicia un cuento y con la que cumple su máxima de que si uno empieza con una oración larga y compleja, para cuando el lector termina de leerla ha entendido la historia y se siente enganchado. Debo haber permanecido más de una hora frente a esa sola oración: la dividí en fragmentos y la volví a juntar; probé y comprobé su balance y sus ritmos cruciales. Lo que la hizo tan difícil fueron sus múltiples cláusulas. Esto es lo que dice Borges:

Y esto es lo que hice:

Siento un gran cariño hacia esta oración, no sólo porque fue la primera prosa que traduje de Borges, sino porque para mí representa el comienzo: el primer cuento, el método que inventamos allí mismo y, para nuestra gratificación, el contrato que gracias a él obtuvimos de The New Yorker. La revista nos invitó a enviar cualquier texto de Borges que no estuviera ya traducido, fueran cuentos, poemas o ensayos, escritos o por escribirse. Me apresuro a apuntar que la larga oración que cité arriba no es la que apareció impresa ni en la revista ni en el volumen al cual estaba destinada en 1970: The Aleph and Other Stories. A partir de entonces, al citarla, la he corregido en dos ocasiones. Lo menciono para señalar que, como cualquier otra obra escrita, la traducción siempre puede mejorarse.

En varias ocasiones Borges y yo logramos hacer nuevas traducciones de algunos de sus mejores cuentos, aun de aquellos que ya tenían dos o tres versiones distintas en inglés. Me gusta equiparar lo que logramos con ellos a la limpieza de viejas fotografías. Con nuestro esfuerzo intentamos restaurar la claridad, la concisión y el color de los originales. Una vez, cuando le leí la versión terminada de su famoso cuento ``Las ruinas circulares'', Borges rompió a llorar.

-¡Caramba! -exclamó-, ojalá todavía pudiera escribir así.

Estas eran las versiones de su obra que Borges había esperado desde hacía mucho tiempo y que ahora consideraba definitivas.

Borges dejó Cambridge en abril de 1968 para volver a Argentina. Varios meses más tarde me reuní con él en Buenos Aires. Después de vivir cuatro años en su país fueron cada vez menos aquellos fragmentos de texto que yo no comprendía y dejaba en blanco en mis traducciones. Pero nada cambió con respecto a las tácitas premisas ni a las concordancias subyacentes en el método que habíamos ideado. Borges y yo pensábamos, por ejemplo, que una traducción no debe sonar como tal, sino que debe leerse como si estuviera escrita directamente en el idioma al que se traduce. Aunque esto puede parecer evidente, un escritor y traductor consumado, Vladimir Nabokov, opinaba lo contrario. Para él una traducción debe sonar a traducción. Pero Borges y yo queríamos que las nuestras se leyeran como originales. Una vez me confesó que, cuando le leían versiones anteriores de sus cuentos, reconocía esa obra particular como suya, pero siempre consideraba que escribía mejor que aquello que le leían. En el prólogo a The Aleph and Other Stories, afirmamos:

Además, Borges y yo coincidimos en que al traducir del español al inglés son preferibles las palabras con raíces anglosajonas a las de origen latino. A menudo esto significa que debe evitarse la primera palabra que sugiere el español. En varias ocasiones Borges dijo que nunca pudo entender por qué sus primeros traductores traducían ``habitación oscura'' como obscure habitation (habitación tenebrosa) en vez de dark room. Desde luego, al elegir la primera palabra que sugiere el español, existe el peligro de caer en la trampa del ``falso amigo'' o falsa asociación. Una traducción de los cuentos de Borges comete un grave error en un punto crucial del relato, cuando la palabra discutir (to argue, en inglés) se traduce como to discuss (debatir). Un profesor estadunidense de literatura hispanoamericana me criticó por haber traducido las palabras de Borges ``más notorio atributo'' como ``most obvious trait''(rasgo más evidente). El prefería : ``the most notorious attribute'', con lo que no sólo ignoraba el contexto de la frase sino caía en la trampa del falso amigo. En este caso, ``notorio'' significaba simplemente noteworthy (digno de atención); obvio, sin la connotación negativa que tiene la palabra en inglés.

Borges tiene un gran poema en prosa sobre Shakespeare titulado en inglés ``Everything and Nothing''. Al comienzo Borges describe las palabras de Shakespeare como ``copiosas, fantásticas y agitadas''. Uno de sus traductores escribió: copious, fantastic and agitated; un segundo, copious, imaginative and emotional (copiosas, imaginativas y emotivas). Esta última resulta mucho más acertada y muestra que ese traductor no tradujo sólo las palabras sino que pensó en su significado en términos shakespearianos. Una tercera traducción dice: copious, fantastic and stormy (copiosas, fantásticas y tempestuosas). Una cuarta, multitudinous, and of a fantastical and agitated turn (multitudinarias y de disposición fantástica y agitada), una solución tan enroscada como torpe. Una quinta versión -la que hicimos Borges y yo- reza: swarming, fanciful and excited (bulliciosas, fantasiosas y agitadas).

Nuestro método estaba sostenido por otros elementos que funcionaban bien. En primer lugar, el dominio que tuvo Borges del idioma inglés y su sentido de la prosa inglesa. Una anécdota servirá para ilustrar cuán sensible era al inglés. En 1964, Borges le agregó a sus poemas reunidos el siguiente párrafo, tomado de una carta de Robert Louis Stevenson:

Como las ediciones en español de la obra de Borges estaban plagadas de erratas, consideré que lo mejor sería buscar la cita en el segundo volumen de la edición que él cita. Cuando lo hice, efectivamente encontré un error, pero no del impresor. Hallé que Borges había alterado el texto. No decía, como en sus palabras: ``Excuse this little apology; but I don«t like to come before people...''. El texto correcto decía: ``Excuse this little apology for my house; but I don«t like to come before people...'' (Perdonen esta pequeña disculpa por mi casa, pero no me gusta presentarme ante la gente...).

Cuando le pregunté a Borges por qué había suprimido las palabras for my house, respondió que decidió quitarlas porque eran absurdas y por lo tanto debilitaban el texto. Pero me dijo que utilizase para nuestra edición de su poesía el epígrafe que más me gustara.

Unos cuantos años después, cuando acompañaba a Borges en Londres, compré la hermosa edición Vailima de la obra de Stevenson en 26 volúmenes. Es sobrenatural la manera en que los acontecimientos tomaron la forma de un cuento de Borges. De regreso en Buenos Aires, no me acuerdo por qué, rectifiqué una vez más la fuente del epígrafe. Este ejemplar se había publicado 24 años después que el utilizado por Borges, y había sufrido una nueva revisión. Ahí encontré que la cita decía: ``Excuse this little apology for my muse...'' Muse (musa), no house (casa). Ahora todo parecía aclararse. La carta original está manuscrita, y su editor había leído house en vez de muse. Sin haber visto el original Borges había intuido el error.

Traducción de Laura Emilia Pacheco